TEORÍA
PSICOANALÍTICA DE LA CULTURA Y LA SOCIEDAD
I.- POSTULADOS BÁSICOS
Desde 1913 en que escribiera "Tótem y tabú" hasta 1930
en que publicara "El malestar en la cultura", Freud (Freiberg, 1856-1939)
dirigió su atención hacia fenómenos sociopsicológicos.
En su análisis parte de dos postulados básicos que caracterizan
toda su obra: a) el determinismo y b) el energetismo. A estos se añade
ahora un tercero: c) el paralelismo entre la ontogénesis y la
filogénesis.
a) El determinismo característico de la Física del siglo
XIX, se extendió a todas las áreas de conocimiento. También
para el psicoanálisis nada es casual, todo comportamiento, todo
acto psíquico es un efecto que tiene una causa (es el papel de
los elementos inconscientes como causas lo que pone de relieve el psicoanálisis).
La diferenciación de lo psíquico en consciente e inconsciente
es la premisa fundamental del psicoanálisis. No es la conciencia
lo esencial de lo psíquico (Descartes: cogito), sino tan sólo
una cualidad de lo psíquico. Todo lo psíquico restante
constituye lo inconsciente. Los elementos inconscientes, como por ejemplo
lo reprimido, no son suprimidos ni destruidos, por lo que, aun siendo
inconscientes, se mantienen activos y determinan nuestra vida consciente.
b) Toda la vida psíquica es entendida en términos de energía,
que es necesario administrar, pues no se puede destruir, tan solo acumular
y descargar. Se trata de un problema de economía libidinal, de
administración de las fuerzas instintivas del individuo. En este
sentido Freud reconoce algunas coincidencias con la filosofía
de Schopenhauer, «el cual no solo reconoció la primacía
de la afectividad y la extraordinaria significación de la sexualidad,
sino también el mecanismo de la represión». Asimismo admite,
no influencias, pero sí semejanzas con ciertos puntos de vista
de Nietzsche.
Freud distingue tres instancias en nuestro psiquismo: el yo, el ello
y el super-yo. El ello, que es totalmente inconsciente, es la forma
primitiva y original de lo psíquico. Contiene la energía
que emana de las fuerzas pulsionales sexuales (libido) y agresivas,
y los productos de la represión. Toda la energía psíquica,
contenida en el ello, procede de estas fuerzas pulsionales que «nacen
en los órganos del soma como expresión de las grandes
necesidades físicas» (las fuerzas del yo son derivadas de las
del ello). Lo que estas pulsiones demandan es satisfacción, es
decir, el apaciguamiento de las necesidades somáticas, por lo
que el ello está dominado por el principio del placer. El yo,
que es la capa exterior del aparato anímico, se encarga de satisfacer
estas necesidades con la ayuda del mundo exterior. Al intentar mediar
entre las exigencias del ello y las del mundo exterior, trata de imponer
al ello el principio de la realidad. El super-yo, derivado de la autoridad
de los padres (se forma a raíz del complejo de Edipo), actúa
como conciencia moral y como ideal al que el yo debe aspirar. Es el
representante de todas las restricciones morales y, en caso de conflicto,
castiga al yo mediante el sentimiento de culpabilidad.
El yo, por consiguiente, sirve a tres severos amos: el mundo exterior,
el super-yo y el ello. El yo debe servir a las demandas del ello, pero
teniendo en cuanta las exigencias del mundo exterior y la vigilancia
del super-yo, que le impone determinadas normas de conducta. «De este
modo, dirigido por el ello, observado por el super-yo, rechazado por
la realidad, el yo lucha por llevar a cabo su misión económica,
la de establecer una armonía entre las fuerzas y los influjos
que actúan en él y sobre él, y comprendemos por
qué, a veces, no podemos menos de exclamar: "¡Qué difícil
es la vida!"».
c) Freud acepta la existencia de un paralelismo entre lo individual
y lo social. Al igual que A. Comte, fundador del positivismo, considera
legítimo establecer una analogía entre la historia personal
del individuo y la historia de la especie: la historia particular de
un individuo reproduce, a escala personal, los grandes momentos por
los que ha pasado la humanidad.
II.- EL ORIGEN DE LA SOCIEDAD Y LA RELIGIÓN
En "Tótem y tabú", basándose en la obra "La rama
dorada" del antropólogo J. G. Frazer y en algunas teorías
de Darwin, Freud propone una polémica hipótesis sobre
el origen de la humanidad y de sus instituciones sociales y religiosas.
Al considerar el totemismo como la primera forma religiosa de la humanidad,
su análisis le permitirá establecer el origen de la sociedad
y de los sentimientos religiosos (ambos van unidos). Freud supone que
el "hombre primitivo", en su modo salvaje de vida, vivía en hordas
dominadas por un macho violento y poderoso (el padre primigenio). Éste
disponía para sí de todas las hembras, no dejando que
ningún otro participara del privilegio. Los hijos nacidos a medida
que iban creciendo eran expulsados. El deseo sexual de éstos,
dirigido como en el niño hacia la madre y hermanas, se veía
coartado por el violento padre. Esta situación genera en los
hermanos un poderoso deseo de muerte hacia el padre primigenio. A diferencia
de lo que ocurre en el complejo de Edipo del niño, aquí
tal deseo encuentra su realización: el padre primitivo es asesinado.
Los hermanos expulsados se reunieron un día, mataron al padre
y devoraron su cadáver, poniendo así un fin a la existencia
de la horda paterna (...). Tratándose de salvajes caníbales,
era natural que devorasen el cadáver (...). La comida totémica,
quizá la primera fiesta de la humanidad, sería la reproducción
conmemorativa de este acto criminal y memorable, que constituyó
el punto de partida de las organizaciones sociales, de las restricciones
morales y de la religión. (Freud, Tótem y tabú)
La hipótesis del texto afirma que es el asesinato del padre primigenio
el acto fundacional de la humanidad. La horda fraterna rebelde abrigaba
respecto al padre los mismos sentimientos ambivalentes (amor-odio) que
el niño en el complejo de Edipo. Las discordias entre ellos por
ocupar el lugar del padre, lograron que predominaran los sentimientos
amorosos con respecto al padre muerto, lo que trajo consigo un fuerte
sentimiento de culpabilidad. El padre es restaurado en la figura del
tótem, dando lugar al primer tabú (base de la religión):
la prohibición de matar al animal totémico (prohibición
que sólo es violada en los ritos de sacrificio, en los que se
rememora y reproduce el asesinato del padre). El sentimiento de culpabilidad
lleva también a los hermanos a interiorizar las normas del padre
(«Lo que el padre había impedido anteriormente, por el hecho
mismo de su existencia, se lo prohibieron luego los hijos así
mismos»): renuncian todos a la posesión de las mujeres deseadas,
móvil principal del parricidio. Con ello se instauran las normas
morales que hacen posible el surgimiento de la sociedad: el tabú
del incesto y el precepto de la exogamia. Además se comprometen
a no tratarse unos a otros como trataron al padre (tabú del fatricidio).
El nacimiento de la sociedad supone, entonces, una renuncia a los instintos;
es el principio de la realidad el que impone estas restricciones instintuales,
dando origen a la moral.
Es así como la aparición de las estructuras sociales,
de las restricciones morales y de la religión está unida
a un complejo de Edipo colectivo, situado en los albores de la humanidad.
En el "Futuro de una ilusión" Freud ofrece su psicología
de la religión: en su enfrentamiento con la naturaleza y con
su entorno, el individuo se refugia en la religión. Recurriendo
a ideas de Tótem y tabú, considera las ansias por el padre
como base de la necesidad de religión. La sensación de
impotencia e indefensión que todos los individuos experimentan
en sus primeros años y que también experimentó
la Humanidad en su infancia, fue lo que despertó la necesidad
de protección amorosa -satisfecha en el niño por el padre
y en la humanidad por un padre exaltado-. La persistencia de esta indefensión
a lo largo de toda la vida, lleva al hombre a forjar la existencia de
un padre inmortal y poderoso. La añoranza de la protección
que el padre ejerce sobre el niño, es proyectada aquí,
generando la idea de un Dios protector. También surge como consecuencia
la idea de una vida de ultratumba, donde la sabiduría y la bondad
divinas otorgan a cada uno lo que es de justicia. La religión
constituye, pues, una ilusión, cuyo factor motivador es la realización
de un deseo (la omnipotencia de los deseos es una de las características
del narcisismo infantil y primitivo).
La religión es vista en esta obra como una neurosis obsesiva
universal, comparable a la neurosis infantil. Freud considera que el
consuelo de la ilusión religiosa para soportar los problemas
y las crueldades de la vida, no es necesario. El hombre no puede seguir
siendo niño indefinidamente, debe someterse a una «educación
para la realidad». A diferencia de la religión, la ciencia no
es una ilusión: «No, nuestra ciencia no es una ilusión.
En cambio, si lo sería creer que podemos obtener en otra parte
cualquiera lo que ella no nos puede dar».
En 1939 publica Freud su última obra de carácter general:
"Moisés y el monoteísmo". En ella mantiene que Moisés
fue egipcio más que judío; y fue la tendencia egipcia
hacia el monoteísmo el motor de su concepción. El liderazgo
de un Moisés dominante acabó cuando su pueblo en rebeldía
lo asesinó. Este acto -repetición del asesinato del padre-
produjo un fuerte sentimiento inconsciente de culpabilidad, que llevó
al pueblo judío a divinizar las normas prescritas por su líder
-padre- asesinado.
III.- "EL MALESTAR EN LA CULTURA"
1.- Tesis de la obra
¿Contribuye la cultura al bienestar de la humanidad o, por el contrario,
alimenta sus miserias? ¿Cuál es la finalidad de la cultura y
por qué en la búsqueda de esa finalidad genera malestar?
¿En qué consiste y cuál es el origen de ese malestar?
Estas son las cuestiones a las que Freud se enfrenta en "El malestar
en la cultura", obra publicada en 1930.
Dos textos nos permitirán aclarar qué es lo que Freud
entiende por cultura:
...el término cultura designa la suma de las producciones e instituciones
que distancian nuestra vida de la de nuestros antecesores animales y
que sirven a dos fines: proteger al hombre contra la Naturaleza y regular
las relaciones de los hombres entre sí. (Alianza Editorial, cap.
3, pág. 33)
...el proceso cultural es aquella modificación del proceso vital
que surge bajo la influencia de una tarea planteada por el Eros y urgida
por Ananké, por la necesidad exterior real; tarea que consiste
en la unificación de individuos aislados para formar una comunidad
libidinalmente vinculada. (Cap. 8, pág. 81)
La cultura persigue el establecimiento de vínculos entre los
hombres. La creación de estos lazos de unión corre a cargo
de las fuerzas libidinales (eróticas) del psiquismo humano, y
tienen en las otras grandes fuerzas psíquicas, las de agresión
y muerte, su gran obstáculo. Para llevar a cabo esta tarea, la
cultura introduce restricciones en la satisfacción de los instintos
(tanto en los sexuales, como en los de agresión o muerte). Estas
restricciones van acompañadas de un sentimiento de culpabilidad
-muchas veces inconsciente- que se manifiesta al individuo como malestar.
Mostrar y analizar todo este proceso es el objetivo que persigue S.
Freud en "El malestar en la cultura":
...destacar el sentimiento de culpabilidad como problema más
importante de la evolución cultural, señalando que el
precio pagado por el progreso de la cultura reside en la perdida de
felicidad por aumento del sentimiento de culpabilidad. (Cap. 8, pág.
75)
El hombre renuncia a gran parte de su felicidad para hacer posible una
vida social que no sea autodestructiva. El trabajo de Freud tiende no
a negar la civilización, sino a no permitir que el super-yo arranque
de nuevo los ojos a Edipo, es decir, enloquezca al hombre, haciéndole
la vida insoportable e inhumana con su severa vigilancia (sentimiento
de culpabilidad).
Veamos paso a paso el proceso que Freud sigue para llegar a estas conclusiones.
2.- Objetivo de la conducta humana
El fin y objetivo de toda conducta humana es la felicidad. Los hombres
aspiran a la felicidad, es decir, aspiran a evitar el dolor y el displacer,
por un lado, y, por otro, a experimentar intensas sensaciones placenteras.
El placer surge de la satisfacción de las necesidades acumuladas
que han alcanzado una elevada tensión; experimentarlo es, por
ello, una sensación breve, instantánea. Mas común
es experimentar el sufrimiento, lo cual lleva a que el hombre rebaje
sus pretensiones de felicidad: el principio del placer se transforma,
por influencia del mundo exterior, en el principio de la realidad.
Otra técnica para evitar el sufrimiento recurre a los desplazamientos
de la libido previstos en nuestro aparato psíquico y que confiere
gran flexibilidad a su funcionamiento. El problema consiste en reorientar
los fines instintivos, de manera tal que eludan la frustración
del mundo exterior. La sublimación de los instintos contribuye
a ello, y su resultado será óptimo si se sabe acrecentar
el placer del trabajo psíquico e intelectual. Las satisfacciones
de esta clase [...] nos parecen más «nobles» y más «elevadas»,
pero su intensidad comparada con la de los impulsos instintivos groseros
y primarios, es muy atenuada y de ningún modo llega a conmovernos
físicamente. (Cap. 2, pág. 23-24)
La búsqueda de la felicidad es, entonces, cuestión de
administración de las fuerzas instintivas del individuo; se trata
meramente de un problema de economía libidinal de cada individuo.
La religión viene a perturbar este libre juego de elección
y adaptación, al imponer a todos por igual su camino único
para alcanzar la felicidad y evitar el sufrimiento. Su técnica
consiste en reducir el valor de la vida y en deformar delirantemente
la imagen del mundo real, medidas que tienen por condición previa
la intimidación de la inteligencia. A este precio, imponiendo
por la fuerza al hombre la fijación a un infantilismo psíquico
y haciéndolo participar en un delirio colectivo, la religión
logra evitar a muchos seres la caída en la neurosis individual.
Pero no alcanza nada más. (Cap. 2, pág. 28-29)
3.- La cultura como causa de sufrimiento
Una de las causas del sufrimiento humano es de origen social: se acusa
a la cultura de favorecer esta miseria. El análisis de las actividades
culturales nos lleva a considerar que la cultura conlleva una renuncia
instintual. Por ejemplo, la adquisición del dominio sobre el
fuego: el hombre primitivo habría tomado la costumbre de satisfacer
en el fuego un placer infantil, extinguiéndolo con el chorro
de su orina; era algo así como un acto sexual, un goce de la
potencia masculina en contienda homosexual; el primer hombre que renunció
a este placer, respetando el fuego, pudo llevárselo consigo y
ponerlo a su servicio. Esta gran conquista cultural representa, como
podemos ver, la recompensa por una renuncia instintiva.
La vida humana en común sólo se torna posible cuando llega
a reunirse una mayoría más poderosa que cada uno de los
individuos y que se mantenga unida frente a cualquiera de éstos.
El poderío de tal comunidad se enfrenta entonces, como «Derecho»,
con el poderío del individuo, que se tacha de «fuerza bruta».
Esta substitución del poderío individual por el de la
comunidad representa el paso decisivo hacia la cultura. Su carácter
esencial reside en que los miembros de la comunidad restringen sus posibilidades
de satisfacción, mientras que el individuo aislado no reconocía
semejantes restricciones. [...] El resultado final ha de ser el establecimiento
de un derecho al que todos hayan contribuido con el sacrificio de sus
instintos, y que no deje a ninguno a merced de la fuerza bruta. (Cap.
3, pág. 39)
La cultura se caracteriza, entonces, por los cambios que impone a las
disposiciones instintuales del hombre. Unos instintos son consumidos
o transformados en rasgos de carácter, otros son desplazados
de su fin y obligados a buscar la satisfacción por otros caminos
(sublimación), y, en otros casos, se renuncia a las satisfacciones
instintuales (frustración cultural).
4.- Origen de la cultura
¿Cómo surge la cultura y qué determina su desarrollo ulterior?
El origen de toda comunidad es doble: por un lado, la obligación
del trabajo, impuesto por la necesidad, lleva al hombre primitivo a
ver en sus semejantes no enemigos sino colaboradores; por otro lado,
la conservación del objeto sexual (amor) lleva a la estabilización
de las familias. El paso a la fase siguiente del desarrollo social viene
dado por la alianza fraterna contra el padre (ver "Tótem y Tabú",
punto VII).
Aunque el amor es una de las fuentes más poderosas de la comunidad
y, por tanto, de la cultura, en el curso de la evolución tienden
a ser sus relaciones conflictivas. La tarea cultural supone una restricción
de la vida sexual, ya que utiliza su energía (libido) para sus
propios fines. Además, por temor a una rebelión de estas
fuerzas sexuales, la cultura impone mayores restricciones.
Ya sabemos que la cultura obedece al imperio de la necesidad psíquica
económica, pues se ve obligada a sustraer a la sexualidad gran
parte de la energía psíquica que necesita para su propio
consumo. Al hacerlo adopta frente a la sexualidad una conducta idéntica
a la de un pueblo o una clase social que haya logrado someter a otra
a su explotación. El temor a la rebelión de los oprimidos
induce a adoptar medidas de precaución más rigurosas.
Nuestra cultura europea occidental corresponde a un punto culminante
de este desarrollo. (Cap. 4, pág. 47)
5.- Cultura y libido
La cultura busca lazos de unión que trasciendan las creadas
por el amor sexual, lo cual significa una restricción de la vida
sexual, al poner en juego mayor cantidad de libido con fin inhibido
(no empleada para su fin propio, el sexual, sino utilizada, por ejemplo,
como base del amor al prójimo o de la amistad). Este tipo de
libido es necesaria para frenar las tendencias agresivas de la humanidad
(homo homini lupus) que ponen siempre a la sociedad al borde de la desintegración
(las pasiones instintivas son más poderosas que los intereses
racionales).
Debido a esta primordial hostilidad entre los hombres, la sociedad civilizada
se ve constantemente al borde de la desintegración. El interés
que ofrece la comunidad de trabajo no basta para mantener su cohesión,
pues las pasiones instintivas son más poderosas que los intereses
racionales. La cultura se ve obligada a realizar múltiples esfuerzos
para poner barrera a las tendencias agresivas del hombre, para dominar
sus manifestaciones mediante formaciones reactivas psíquicas.
De ahí, pues, ese despliegue de métodos destinados a que
los hombres se identifiquen y entablen vínculos amorosos coartados
en su fin; de ahí las restricciones de la vida sexual, y de ahí
también el precepto ideal de amar al prójimo como a sí
mismo, precepto que efectivamente se justifica, porque ningún
otro es, como él, tan contrario y antagónico a la primitiva
naturaleza humana. (Cap. 5, pág. 53-54)
Dadas estas restricciones a la sexualidad y a las tendencias agresivas
es comprensible que sea difícil alcanzar la felicidad en el seno
de la comunidad marcada por la cultura. Podremos modificar esa cultura,
pero hay dificultades que son inherentes a la esencia misma de la cultura.
6.- Teoría de los instintos (o pulsiones)
El verdadero propósito vital de todo organismo, que se expresa
en el poderío del ello, consiste en satisfacer sus necesidades
innatas. El yo, entre otras funciones, está encargado de buscar
la forma de satisfacción que sea más favorable y menos
peligrosa en lo referente al mundo exterior. La función principal
del super-yo es la restricción de las satisfacciones. Los instintos
o pulsiones serían, entonces, las fuerzas que se suponen que
actúan tras las tensiones causadas por las necesidades del ello.
Representan las exigencias somáticas planteadas a la vida psíquica.
Por tanto, es posible distinguir un número indeterminado de instintos,
pero también reducir éstos a unos pocos fundamentales
(protoinstintos):
- Eros o instintos de vida: comprenden todos los instintos sexuales
y los de autoconservación y, en general, todos aquellos instintos
productivos y dadores de vida. Tienden a la unión. La energía
con la que se manifiestan es denominada libido.
·Instintos sexuales: tienden hacia los objetos y su fin es la conservación
de la especie. Son más flexibles, su satisfacción puede
ser denegada o sustituida por otros fines (sublimación) y sus
objetos pueden ser cambiados con cierta facilidad.
·Instintos de autoconservación o instintos del yo: tienden a
la conservación del individuo. Aunque como los sexuales buscan
en principio el placer, a veces la evitación del dolor les obliga
a renunciar al placer (principio de realidad). Estos instintos son menos
flexibles: no se puede posponer indefinidamente la satisfacción
del hambre o de la sed, por ejemplo.
- Thanatos o instintos de muerte o de destrucción: su
fin último es el de reducir lo viviente al estado inorgánico.
Tienden a la disolución de las conexiones. Pueden orientarse
hacia el exterior, manifestándose como impulso de agresión
o destrucción, o hacia el interior como autodestrucción.
La novedad reside en la importancia concedida a la agresividad y a la
destructividad como fuentes del comportamiento.
El protoinstinto de muerte y agresión constituye el mayor obstáculo
de la cultura, pues ésta es un proceso puesto al servicio de
Eros, que busca la creación de unidad entre los individuos. Es
por ello que la evolución de la cultura puede ser vista como
una lucha entre Eros y muerte.
Añadiremos que se trata [la cultura] de un proceso puesto al
servicio del Eros, destinado a condensar en una unidad vasta, en la
humanidad, a los individuos aislados, luego a las familias, las tribus,
los pueblos y las naciones. [...] Estas masas humanas han de ser vinculadas
libidinalmente, pues ni la necesidad por sí sola ni las ventajas
de la comunidad de trabajo bastarían para mantenerlas unidas.
Pero el natural instinto humano de agresión, la hostilidad de
uno contra todos y de todos contra uno, se opone a este designio de
la cultura. [...] Ahora, creo, el sentido de la evolución cultural
ya no nos resultará impenetrable; por fuerza debe presentarnos
la lucha entre Eros y muerte, instinto de vida e instinto de destrucción,
tal como se lleva a cabo en la especie humana. (Cap. 6, pág.
63)
7.- El «super-yo» y el sentimiento de culpabilidad
¿A qué recursos apela la cultura para coartar la agresividad,
siendo ésta una tendencia natural? A la introyección de
esta agresividad: dirigiéndola contra el propio yo al dar origen
al super-yo. Éste actúa como conciencia (moral) generando
una tensión con el yo que denominamos sentimiento de culpabilidad.
La agresión es introyectada, internalizada, devuelta en realidad
al lugar de donde procede: es dirigida contra el propio yo, incorporándose
a una parte de éste, que en calidad de super-yo se opone a la
parte restante, y asumiendo la función de «conciencia» [moral],
despliega frente al yo la misma dura agresividad que el yo, de buen
grado, habría satisfecho en individuos extraños. La tensión
creada entre el severo super-yo y el yo subordinado al mismo la calificamos
de sentimiento de culpabilidad; se manifiesta bajo la forma de necesidad
de castigo. Por consiguiente, la cultura domina la peligrosa inclinación
agresiva del individuo debilitando a éste, desarmándolo
y haciéndolo vigilar por una instancia alojada en su interior,
como una guarnición militar en la ciudad conquistada. (Cap. 7,
pág. 64-65)
¿Cómo se genera este sentimiento de culpabilidad?
El desamparo y el miedo a la pérdida del amor es lo que en principio
(en el niño) lleva a subordinarse a una autoridad ajena y a distinguir,
en base a ella, entre lo bueno y lo malo. Después, al interiorizar
esta autoridad mediante el super-yo, aparece propiamente la conciencia
moral.
Podemos rechazar la existencia de una facultad original, en cierto modo
natural, de discernir el bien del mal. Muchas veces lo malo ni siquiera
es lo nocivo o peligroso para el yo, sino, por el contrario, algo que
éste desea y que le procura placer. Aquí se manifiesta,
pues, una influencia ajena y externa, destinada a establecer lo que
debe considerarse como bueno y como malo. Dado que el hombre no ha sido
llevado por la propia sensibilidad a tal discriminación, debe
tener algún motivo para subordinarse a esta influencia extraña.
Podremos hallarlo fácilmente en su desamparo y en su dependencia
de los demás; la denominación que mejor le cuadra es la
de «miedo a la pérdida del amor». [...] Así, pues, lo
malo es, originalmente, aquello por lo cual uno es amenazado con la
pérdida del amor; se debe evitar cometerlo por temor a esta pérdida.
[...]
Sólo se produce un cambio fundamental cuando la autoridad es
internalizada al establecerse un super-yo. Con ello, los fenómenos
de la conciencia moral son elevados a un nuevo nivel, y en puridad sólo
entonces se tiene derecho a hablar de conciencia moral [...]. El super-yo
tortura al pecaminoso yo con las mismas sensaciones de angustia y está
al acecho de oportunidades para hacerle castigar por el mundo exterior.
(Cap. 7, pág. 65-67)
Propiamente el sentimiento de culpabilidad es la
angustia producida por la vigilancia que el super-yo ejerce sobre el
yo. Sin embargo esta angustia aparece también, con anterioridad,
en el temor experimentado ante la autoridad externa.
Por consiguiente, conocemos dos orígenes del sentimiento de culpabilidad:
uno es el miedo a la autoridad; el segundo, más reciente, es
el temor al super-yo. El primero obliga a renunciar a la satisfacción
de los instintos, el segundo impulsa, además, al castigo, dado
que no es posible ocultar ante el super-yo la persistencia de los deseos
prohibidos. [...] La renuncia instintual ya no tiene pleno efecto absolvente;
la virtuosa abstinencia ya no es recompensada con la seguridad de conservar
el amor, y el individuo a trocado una catástrofe exterior amenazante
-pérdida del amor y castigo por la autoridad exterior-, por una
desgracia interior permanente: la tensión de sentimiento de culpabilidad.
(Cap. 7, pág. 68-69)
La transparencia de los deseos del yo a los ojos vigilantes del super-yo
provoca que, aunque se haya producido la renuncia por parte del yo a
la satisfacción instintual, persista el sentimiento de culpabilidad,
pues el deseo -no realizado- se mantiene y es, por tanto, accesible
a esa vigilancia interna del super-yo. Como consecuencia la aparición
del super-yo no sólo implica la renuncia a los instintos -como
en el caso de la autoridad externa-, sino que además impulsa
al autocastigo -alimentado por la persistencia del sentimiento de culpabilidad-.
Esto explica el curioso fenómeno de que toda nueva renuncia,
en vez de apaciguar el sentimiento de culpabilidad, aumente la severidad
de la conciencia moral. Este aumento de la severidad está en
relación con los instintos de agresión: toda renuncia
al instinto de agresión es incorporada por el super-yo acrecentando
su agresividad contra el yo. Al impedir la satisfacción erótica
se desencadena cierta agresividad contra la persona que impide esa satisfacción
y esta agresividad tiene que ser a su vez contenida, incorporándosela
el super-yo. De ahí que haya que atribuir «únicamente
a los instintos agresivos la génesis del sentimiento de culpabilidad
descubierta por el psicoanálisis» (cap. 8, pág. 80).
Así la agresividad del super-yo, aunque en cierto modo es una
continuación de la severidad de la autoridad externa, tiene su
origen en las tendencias agresivas del individuo contra esa autoridad
(complejo de Edipo). La renuncia a esta agresividad se compensa con
una identificación con dicha autoridad, que da origen al super-yo.
Lo mismo ocurre si pasamos desde la historia individual a la evolución
filogenética, con la salvedad de que aquí si que la agresión
es ejecutada (ver "Tótem y tabú"). En ambos casos -en
el del niño y en el de la especie humana- se parte de la ambivalencia
afectiva (amor-deseo de muerte) hacia el padre. Al renunciar o ejecutar
la agresión, resurge el amor generando sentimiento de culpabilidad.
Por lo tanto el sentimiento de culpabilidad es expresión del
eterno conflicto de ambivalencia entre Eros y el instinto de destrucción.
Creo que por fin comprenderemos claramente dos cosas: la participación
del amor en la génesis de la conciencia y el carácter
fatalmente inevitable del sentimiento de culpabilidad. Efectivamente,
no es decisivo si hemos matado al padre o si nos abstuvimos del hecho:
en ambos casos nos sentiremos por fuerza culpables, dado que este sentimiento
de culpabilidad es la expresión del conflicto de ambivalencia,
de la eterna lucha entre el Eros y el instinto de destrucción
o de muerte. Este conflicto se exacerba en cuanto al hombre se le impone
la tarea de vivir en comunidad [...]. Dado que la cultura obedece a
una pulsión erótica interior que obliga a unir a los hombres
en una masa íntimamente amalgamada, sólo puede alcanzar
este objetivo mediante la constante y progresiva acentuación
del sentimiento de culpabilidad. (Cap. 7, pág. 74)
Una vez establecida la conciencia moral (super-yo) a raíz del
complejo de Edipo, individual o de la especie, el sentimiento de culpabilidad
aumenta (pudiendo hacérsele difícilmente soportable al
individuo) al imponerse la tarea de vivir en comunidad, es decir, al
imponerse la tarea cultural de unir a los hombres por lazos eróticos.
Recordemos que esta tarea obliga a una doble renuncia que aumenta y
fortalece la conciencia moral -la vigilancia del super-yo y su severidad-
y el sentimiento de culpabilidad: renuncia a las tendencias agresivas
y renuncia a las tendencias eróticas de fin no inhibido.
8.- El individuo y la cultura
La evolución individual y el proceso cultural entran en conflicto
(aunque no inconciliable), ya que en la primera priman las tendencias
egoístas o de aspiración a la felicidad, mientras que
en el segundo, el proceso cultural, éstas pasan a un segundo
plano, recayendo el acento en el establecimiento de unidad entre los
hombres.
Hay, sin embargo, ciertas analogías entre ambos procesos. También
podemos hablar de un «super-yo cultural», que, a semejanza del
individual, tendría su origen en el efecto provocado por los
grandes conductores de cada cultura (en muchos casos maltratados en
un principio de forma similar a la del protopadre). Este super-yo cultural
también establece normas éticas con el fin de eliminar
las tendencias agresivas, que dificultan la tarea cultural. Al igual
que el super-yo individual, al establecer estos preceptos éticos
(por ejemplo, «amarás al prójimo como a tí mismo»),
no tiene en cuenta si a los hombres les será posible cumplirlos,
sino que parte de que el yo tiene pleno dominio sobre su ello. La alta
exigencia de estos ideales, que no tienen en cuenta la naturaleza del
psiquismo humano, pueden provocar en el individuo rebelión, neurosis
o, simplemente, infelicidad.
Si la evolución de la cultura tiene tan trascendentes analogías
con la del individuo, y si emplea los mismos recursos que ésta,
¿acaso no estará justificado el diagnóstico de que muchas
culturas -o épocas culturales, y quizá aun la humanidad
entera- se habrían tornado «neuróticas» bajo la presión
de las ambiciones culturales? (Cap. 8, pág. 86)
Pese a ello, y sin caer en una valoración entusiasta de ella,
es comprensible afirmar la necesidad de la cultura humana y, por lo
tanto, la inevitabilidad de la tendencia a restringir la vida sexual
y las tendencias agresivas, con el consiguiente sentimiento de culpabilidad.
A mi juicio el destino de la especie humana será decidido por
la circunstancia de si -y hasta qué punto- el desarrollo cultural
logrará hacer frente a las perturbaciones de la vida colectiva
emanadas del instinto de agresión y de autodestrucción.
[...] Sólo nos queda esperar que la otra de ambas «potencias
celestes», el eterno Eros, despliegue sus fuerzas para vencer en la
lucha con su no menos inmortal adversario. Mas ¿quién podría
augurar el desenlace final? (Cap. 8, pág. 87-88)