Sigmund Freud

 

1. Freud y el psicoanálisis

2. Postulados básicos

3. El yo, el ello y el super-yo

4. Los instintos o pulsiones

5. El complejo de Edipo

6. La interpretación de los sueños

7. Sociedad y religión

8. El malestar en la cultura

Textos-cuestiones

1- Freud (1856-1939), fundador del psicoanálisis, nació de padres judíos en Freiberg (Moravia). Obtuvo su título de doctor en medicina por la Universidad de Viena en 1881. En 1902 ascendió a catedrático de Neuropatología. Su larga estancia en la Universidad de Viena llegó a su fin un año antes de su muerte, en 1938, cuando la ocupación nazi de Austria le obligó a trasladarse a Londres.
Las influencias que contribuyeron a sus grandes logros en psicología se originaron a partir de dos fuentes:
1) Sus estudios con Charcot en París (1885-1886) sobre la hipnosis, la histeria y la base sexual de los trastornos mentales.
2) Su trabajo con el vienés Josef Breuer sobre el tratamiento de la neurosis histérica mediante técnicas hipnóticas que conducían a la catarsis (purificación de los traumas a través de la palabra: se descargan los afectos ligados al trauma por medio de la reviviscencia del suceso correspondiente a través de la hipnosis).
El paso decisivo que lleva del método catártico al psicoanálisis es el abandono del hipnotismo. A partir de aquí Freud puso en práctica otro método: la asociación libre, consistente en comprometer al sujeto a prescindir de toda reflexión consciente y abandonarse, en un estado de serena concentración, al curso de sus ocurrencias espontáneas (involuntarias). El material proveniente de estas ocurrencias aunque no aportaba directamente los elementos olvidados por el paciente, sí que, con ayuda de ciertos complementos (sueños, recuerdos, experiencias...) y determinadas interpretaciones, podía poner al médico sobre la pista de aquello reprimido. Así la libre asociación y el arte interpretativo lograban el mismo fin que el hipnotismo, pero mejorando los resultados.

2- Tres postulados básicos que caracterizan toda su obra son: a) el determinismo, b) el energetismo y c) el paralelismo entre la ontogénesis y la filogénesis.

a) El determinismo característico de la Física del siglo XIX, se extendió a todas las áreas de conocimiento. También para el psicoanálisis nada es casual, todo comportamiento, todo acto psíquico es un efecto que tiene una causa (es el papel de los elementos inconscientes como causas lo que pone de relieve el psicoanálisis). La diferenciación de lo psíquico en consciente e inconsciente es la premisa fundamental del psicoanálisis. No es la conciencia lo esencial de lo psíquico (Descartes: cogito), sino tan sólo una cualidad de lo psíquico. Todo lo psíquico restante constituye lo inconsciente. Los elementos inconscientes, como por ejemplo lo reprimido (la represión es un mecanismo de defensa cuya esencia consiste en rechazar y mantener alejados de lo consciente a determinados elementos de la vida psíquica), no son suprimidos ni destruidos, por lo que, aun siendo inconscientes, se mantienen activos y determinan nuestra vida consciente. Lo inconsciente no es observable, pero se manifiesta en los efectos que produce en la vida consciente. Así ocurre en los actos fallidos, en los sueños y en los síntomas neuróticos.

b) Toda la vida psíquica es entendida en términos de energía, que es necesario administrar, pues no se puede destruir, tan solo acumular y descargar. Se trata de un problema de economía libidinal, de administración de las fuerzas instintivas del individuo. En este sentido Freud reconoce algunas coincidencias con la filosofía de Schopenhauer, «el cual no solo reconoció la primacía de la afectividad y la extraordinaria significación de la sexualidad, sino también el mecanismo de la represión». Asimismo admite, no influencias, pero sí semejanzas con ciertos puntos de vista de Nietzsche.

c) Freud acepta la existencia de un paralelismo entre lo individual y lo social. Considera legítimo establecer una analogía entre la historia personal del individuo y la historia de la especie: la historia particular de un individuo reproduce, a escala personal, los grandes momentos por los que ha pasado la humanidad.

3- Freud distingue tres instancias en nuestro psiquismo: el yo, el ello y el super-yo. El ello, que es totalmente inconsciente, es la forma primitiva y original de lo psíquico. Contiene la energía que emana de las fuerzas pulsionales sexuales (libido) y agresivas, y los productos de la represión. Toda la energía psíquica, contenida en el ello, procede de estas fuerzas pulsionales que «nacen en los órganos del soma [cuerpo] como expresión de las grandes necesidades físicas» (las fuerzas del yo son derivadas de las del ello). Lo que estas pulsiones demandan es satisfacción, es decir, el apaciguamiento de las necesidades somáticas, por lo que el ello está dominado por el principio del placer. El yo, que es la capa exterior del aparato anímico, se encarga de satisfacer estas necesidades con la ayuda del mundo exterior. Al intentar mediar entre las exigencias del ello y las del mundo exterior, trata de imponer al ello el principio de la realidad. El super-yo, derivado de la autoridad de los padres (se forma a raíz del complejo de Edipo), actúa como conciencia moral y como ideal al que el yo debe aspirar. Es el representante de todas las restricciones morales y, en caso de conflicto, castiga al yo mediante el sentimiento de culpabilidad.
El yo, por consiguiente, sirve a tres severos amos: el mundo exterior, el super-yo y el ello. El yo debe servir a las demandas del ello, pero teniendo en cuanta las exigencias del mundo exterior y la vigilancia del super-yo, que le impone determinadas normas de conducta. «De este modo, dirigido por el ello, observado por el super-yo, rechazado por la realidad, el yo lucha por llevar a cabo su misión económica, la de establecer una armonía entre las fuerzas y los influjos que actúan en él y sobre él, y comprendemos por qué, a veces, no podemos menos de exclamar: "¡Qué difícil es la vida!"».

4- El verdadero propósito vital de todo organismo, que se expresa en el poderío del ello, consiste en satisfacer sus necesidades innatas. El yo, entre otras funciones, está encargado de buscar la forma de satisfacción que sea más favorable y menos peligrosa en lo referente al mundo exterior. La función principal del super-yo es la restricción de las satisfacciones. Los instintos o pulsiones serían, entonces, las fuerzas que se suponen que actúan tras las tensiones causadas por las necesidades del ello. Representan las exigencias somáticas planteadas a la vida psíquica. Por tanto, es posible distinguir un número indeterminado de instintos, pero también reducir éstos a unos pocos fundamentales (protoinstintos):

Eros o instintos de vida: comprenden todos los instintos sexuales y los de autoconservación y, en general, todos aquellos instintos productivos y dadores de vida. Tienden a la unión. La energía con la que se manifiestan es denominada libido.
- Instintos sexuales: tienden hacia los objetos y su fin es la conservación de la especie. Son más flexibles, su satisfacción puede ser denegada o sustituida por otros fines (sublimación) y sus objetos pueden ser cambiados con cierta facilidad.
- Instintos de autoconservación o instintos del yo: tienden a la conservación del individuo. Aunque como los sexuales buscan en principio el placer, a veces la evitación del dolor les obliga a renunciar al placer (principio de realidad). Estos instintos son menos flexibles: no se puede posponer indefinidamente la satisfacción del hambre o de la sed, por ejemplo.

Thanatos o instintos de muerte o de destrucción: su fin último es el de reducir lo viviente al estado inorgánico. Tienden a la disolución de las conexiones. Pueden orientarse hacia el exterior, manifestándose como impulso de agresión o destrucción, o hacia el interior como autodestrucción. La novedad reside en la importancia concedida a la agresividad y a la destructividad como fuentes del comportamiento.

5- De las distintas fases del desarrollo de la libido o sexualidad (oral, sadico-anal, fálica, período de latencia y genital) cabe destacar, por la importancia que Freud le concede, el complejo de Edipo. Es el fenómeno más destacado de la fase fálica. Al buscarse el objeto de satisfacción en el exterior, el niño-a elige como objeto sexual al progenitor del sexo opuesto, estableciéndose una situación de rivalidad con el progenitor del mismo sexo (hay que tener en cuenta que el proceso de diferenciación de los sexos todavía no se ha constituido). Hay, por tanto, un deseo sexual y de posesión afectiva por un lado, y por otro un deseo de muerte. Sin embargo, gran parte de los fines sexuales quedan sustraídos a la conciencia, ya que el super-yo comienza ha formarse (es el heredero del complejo de Edipo) y la represión tiene lugar. Es así el complejo de Edipo fuente del sentimiento de culpabilidad y por ello es una de las principales fuentes de remordimiento que atormenta con frecuencia a los neuróticos. También es el que ha sugerido a la Humanidad, en los albores de su historia, la conciencia de su culpabilidad, última fuente de la religión y la moralidad.
Durante la fase genital (pubertad) se desarrollan procesos afectivos de una gran intensidad correspondientes a este complejo o a una reacción contra él. Sin embargo, en su mayor parte estos procesos afectivos quedan sustraídos a la conciencia por su carácter inconfesable. Más tarde, a partir de esta época, el individuo se halla ante la labor de desligarse de sus padres, desligarse del complejo de Edipo y de los sentimientos por él provocados (por ejemplo, el hijo debe desligar de su madre sus deseos libidinosos y reconciliarse con su padre si ha conservado contra él alguna hostilidad, o emanciparse de su tiranía, cuando por reacción a su rebelión infantil, se ha convertido en un sumiso esclavo del mismo). Solamente después de haber llevado a cabo esta labor podrá cesar de ser niño. Es aquí donde los neuróticos fracasan y por ello el complejo de Edipo puede ser considerado como el nódulo de las neurosis.

6- En "La interpretación de los sueños" Freud mantiene que todo sueño es una sustitución deformada de un suceso inconsciente. El durmiente sabe lo que significa su sueño, pero no sabiendo que lo sabe (inconsciente). Recuerda la historia del sueño, pero para hallar su verdadero sentido se requiere interpretar sus elementos. Es necesario, pues, distinguir entre el contenido manifiesto (aquello que el sueño desarrolla ante nosotros) y las ideas latentes (aquello que permanece oculto e intentamos descubrir por medio del análisis de asociaciones que surgen en el sujeto a propósito del sueño).

Los sueños infantiles, en los que coincide el contenido manifiesto y el latente, nos revelan que el deseo es el estímulo del sueño y su realización el contenido del mismo. Todo sueño en formación exige al yo, con ayuda del inconsciente, la satisfacción de un instinto, si el sueño surge del ello; o la solución de un conflicto, la eliminación de una duda, la toma de una decisión, si el sueño emana de restos de la vida de vigilia. Pero el yo durmiente está dominado por el deseo de mantener el reposo, percibiendo esa exigencia como una molestia y tratando de eliminarla. Logra este fin ofreciendo a la exigencia una realización del deseo inofensiva en estas circunstancias. Así la función primordial de la elaboración onírica es la sustitución de la exigencia por la realización del deseo.

La deformación onírica tiene su origen en la censura. El material inconsciente del ello -tanto el originalmente inconsciente como el reprimido- se impone al yo, se torna preconsciente y, bajo el rechazo del yo, sufre esas transformaciones que denominamos deformación onírica (hay también sueños que proceden del yo: deseos insatisfechos en la vida diurna). La censura se ejerce contra las tendencias reprensibles o condenables desde el punto de vista ético, estético y social. Cuanto más reprensible es el deseo mayor es la deformación del sueño. Es el yo quien, de forma inconsciente, elabora el sueño: transforma las ideas latentes en contenido manifiesto. La interpretación de los sueños pretende desmontar esta elaboración, llegando desde el contenido manifiesto a las ideas latentes, sirviéndose para ello de la asociación libre. Esta labor interpretativa se complementa con el análisis del simbolismo de los sueños.

7- Desde 1913 en que escribiera "Tótem y tabú" hasta 1930 en que publicara "El malestar en la cultura", Freud dirigió su atención hacia fenómenos sociopsicológicos.

En "Tótem y tabú" Freud propone una polémica hipótesis sobre el origen de la humanidad y de sus instituciones sociales y religiosas. Esta hipótesis sostiene que la aparición de las estructuras sociales, de las restricciones morales y de la religión está unida a un complejo de Edipo colectivo, situado en los albores de la humanidad. Freud supone que el "hombre primitivo", en su modo salvaje de vida, vivía en hordas dominadas por un macho violento y poderoso (el padre primigenio). Éste disponía para sí de todas las hembras, no dejando que ningún otro participara del privilegio. Es el asesinato de este padre primigenio el acto fundacional de la humanidad. La horda fraterna rebelde abrigaba respecto al padre los mismos sentimientos ambivalentes (amor-odio) que el niño en el complejo de Edipo. Una vez asesinado y devorado por sus hijos, las discordias entre ellos por ocupar su lugar lograron que predominaran los sentimientos amorosos con respecto al padre muerto, lo que trajo consigo un fuerte sentimiento de culpabilidad. El padre es restaurado en la figura del tótem, dando lugar al primer tabú (base de la religión): la prohibición de matar al animal totémico (prohibición que sólo es violada en los ritos de sacrificio, en los que se rememora y reproduce el asesinato del padre). El sentimiento de culpabilidad lleva también a los hermanos a interiorizar las normas del padre («Lo que el padre había impedido anteriormente, por el hecho mismo de su existencia, se lo prohibieron luego los hijos así mismos»): renuncian todos a la posesión de las mujeres deseadas, móvil principal del parricidio. Con ello se instauran las normas morales que hacen posible el surgimiento de la sociedad: el tabú del incesto y el precepto de la exogamia. Además se comprometen a no tratarse unos a otros como trataron al padre (tabú del fatricidio). El nacimiento de la sociedad supone, entonces, una renuncia a los instintos; es el principio de la realidad el que impone estas restricciones instintuales, dando origen a la moral.

En el "Futuro de una ilusión" Freud ofrece su psicología de la religión: en su enfrentamiento con la naturaleza y con su entorno, el individuo se refugia en la religión. Recurriendo a ideas de "Tótem y tabú", considera las ansias por el padre como base de la necesidad de religión. La sensación de impotencia e indefensión que todos los individuos experimentan en sus primeros años y que también experimentó la Humanidad en su infancia, fue lo que despertó la necesidad de protección amorosa -satisfecha en el niño por el padre y en la humanidad por un padre exaltado-. La persistencia de esta indefensión a lo largo de toda la vida, lleva al hombre a forjar la existencia de un padre inmortal y poderoso. La añoranza de la protección que el padre ejerce sobre el niño, es proyectada aquí, generando la idea de un Dios protector. También surge como consecuencia la idea de una vida de ultratumba, donde la sabiduría y la bondad divinas otorgan a cada uno lo que es de justicia. La religión constituye, pues, una ilusión, cuyo factor motivador es la realización de un deseo (la omnipotencia de los deseos es una de las características del narcisismo infantil y primitivo).
La religión es vista en esta obra como una neurosis obsesiva universal, comparable a la neurosis infantil. Freud considera que el consuelo de la ilusión religiosa para soportar los problemas y las crueldades de la vida no es necesario. El hombre no puede seguir siendo niño indefinidamente, debe someterse a una «educación para la realidad». A diferencia de la religión, la ciencia no es una ilusión: «No, nuestra ciencia no es una ilusión. En cambio, sí lo sería creer que podemos obtener en otra parte cualquiera lo que ella no nos puede dar».

8- En "El malestar en la cultura" Freud se plantea las siguientes cuestiones: ¿Contribuye la cultura al bienestar de la humanidad o, por el contrario, alimenta sus miserias? ¿Cuál es la finalidad de la cultura y por qué en la búsqueda de esa finalidad genera malestar? ¿En qué consiste y cuál es el origen de ese malestar?

...el término cultura designa la suma de las producciones e instituciones que distancian nuestra vida de la de nuestros antecesores animales y que sirven a dos fines: proteger al hombre contra la Naturaleza y regular las relaciones de los hombres entre sí. (El malestar en la cultura, Alianza Editorial, cap. 3, pág. 33)

La cultura persigue el establecimiento de vínculos que unan a los hombres. La creación de estos lazos de unión corre a cargo de las fuerzas libidinales (eróticas) del psiquismo humano, y tienen en las otras grandes fuerzas psíquicas, las de agresión y muerte, su gran obstáculo. Para llevar a cabo esta tarea, la cultura introduce restricciones en la satisfacción de los instintos (tanto en los sexuales, como en los de agresión o muerte). Estas restricciones van acompañadas de un sentimiento de culpabilidad -muchas veces inconsciente- que se manifiesta al individuo como malestar. El hombre renuncia a gran parte de su felicidad para hacer posible una vida social que no sea autodestructiva. El trabajo de Freud tiende no a negar la civilización, sino a no permitir que el super-yo arranque de nuevo los ojos a Edipo, es decir, enloquezca al hombre, haciéndole la vida insoportable e inhumana con su severa vigilancia (sentimiento de culpabilidad). Veamos estas tesis detenidamente.

El fin y objetivo de toda conducta humana es la felicidad. Los hombres aspiran a la felicidad, es decir, aspiran a evitar el dolor y el displacer, por un lado, y, por otro, a experimentar intensas sensaciones placenteras.
El placer surge de la satisfacción de las necesidades acumuladas que han alcanzado una elevada tensión; experimentarlo es, por ello, una sensación breve, instantánea. Más común es experimentar el sufrimiento, lo cual lleva a que el hombre rebaje sus pretensiones de felicidad: el principio del placer se transforma, por influencia del mundo exterior, en el principio de la realidad.

Otra técnica para evitar el sufrimiento recurre a los desplazamientos de la libido previstos en nuestro aparato psíquico y que confiere gran flexibilidad a su funcionamiento. El problema consiste en reorientar los fines instintivos, de manera tal que eludan la frustración del mundo exterior. La sublimación de los instintos contribuye a ello, y su resultado será óptimo si se sabe acrecentar el placer del trabajo psíquico e intelectual. Las satisfacciones de esta clase [...] nos parecen más «nobles» y más «elevadas», pero su intensidad comparada con la de los impulsos instintivos groseros y primarios, es muy atenuada y de ningún modo llega a conmovernos físicamente. (Cap. 2, pág. 23-24)

La búsqueda de la felicidad es, entonces, cuestión de administración de las fuerzas instintivas del individuo; se trata meramente de un problema de economía libidinal de cada individuo.

Una de las causas del sufrimiento humano es de origen social: se acusa a la cultura de favorecer esta miseria. El análisis de las actividades culturales nos lleva a considerar que la cultura conlleva una renuncia instintual. Por ejemplo, la adquisición del dominio sobre el fuego: el hombre primitivo habría tomado la costumbre de satisfacer en el fuego un placer infantil, extinguiéndolo con el chorro de su orina; era algo así como un acto sexual, un goce de la potencia masculina en contienda homosexual; el primer hombre que renunció a este placer, respetando el fuego, pudo llevárselo consigo y ponerlo a su servicio. Esta gran conquista cultural representa, como podemos ver, la recompensa por una renuncia instintiva.

La vida humana en común sólo se torna posible cuando llega a reunirse una mayoría más poderosa que cada uno de los individuos y que se mantenga unida frente a cualquiera de éstos. El poderío de tal comunidad se enfrenta entonces, como «Derecho», con el poderío del individuo, que se tacha de «fuerza bruta». Esta substitución del poderío individual por el de la comunidad representa el paso decisivo hacia la cultura. Su carácter esencial reside en que los miembros de la comunidad restringen sus posibilidades de satisfacción, mientras que el individuo aislado no reconocía semejantes restricciones. [...] El resultado final ha de ser el establecimiento de un derecho al que todos hayan contribuido con el sacrificio de sus instintos, y que no deje a ninguno a merced de la fuerza bruta. (Cap. 3, pág. 39)

La cultura se caracteriza, entonces, por los cambios que impone a las disposiciones instintuales del hombre. Unos instintos son consumidos o transformados en rasgos de carácter, otros son desplazados de su fin y obligados a buscar la satisfacción por otros caminos (sublimación), y, en otros casos, se renuncia a las satisfacciones instintuales (frustración cultural).

¿Cómo surge la cultura y qué determina su desarrollo ulterior? El origen de toda comunidad es doble: por un lado, la obligación del trabajo, impuesto por la necesidad, lleva al hombre primitivo a ver en sus semejantes no enemigos sino colaboradores; por otro lado, la conservación del objeto sexual (amor) lleva a la estabilización de las familias. El paso a la fase siguiente del desarrollo social viene dado por la alianza fraterna contra el padre (ver "Tótem y Tabú").
Aunque el amor es una de las fuentes más poderosas de la comunidad y, por tanto, de la cultura, en el curso de la evolución tienden a ser sus relaciones conflictivas. La tarea cultural supone una restricción de la vida sexual, ya que utiliza su energía (libido) para sus propios fines. Además, por temor a una rebelión de estas fuerzas sexuales, la cultura impone mayores restricciones.

Ya sabemos que la cultura obedece al imperio de la necesidad psíquica económica, pues se ve obligada a sustraer a la sexualidad gran parte de la energía psíquica que necesita para su propio consumo. Al hacerlo adopta frente a la sexualidad una conducta idéntica a la de un pueblo o una clase social que haya logrado someter a otra a su explotación. El temor a la rebelión de los oprimidos induce a adoptar medidas de precaución más rigurosas. Nuestra cultura europea occidental corresponde a un punto culminante de este desarrollo. (Cap. 4, pág. 47)

La cultura busca lazos de unión que trasciendan las creadas por el amor sexual, lo cual significa una restricción de la vida sexual, al poner en juego mayor cantidad de libido con fin inhibido (no empleada para su fin propio, el sexual, sino utilizada, por ejemplo, como base del amor al prójimo o de la amistad). Este tipo de libido es necesaria para frenar las tendencias agresivas de la humanidad (homo homini lupus) que ponen siempre a la sociedad al borde de la desintegración (las pasiones instintivas son más poderosas que los intereses racionales).

Debido a esta primordial hostilidad entre los hombres, la sociedad civilizada se ve constantemente al borde de la desintegración. El interés que ofrece la comunidad de trabajo no basta para mantener su cohesión, pues las pasiones instintivas son más poderosas que los intereses racionales. La cultura se ve obligada a realizar múltiples esfuerzos para poner barrera a las tendencias agresivas del hombre, para dominar sus manifestaciones mediante formaciones reactivas psíquicas. De ahí, pues, ese despliegue de métodos destinados a que los hombres se identifiquen y entablen vínculos amorosos coartados en su fin; de ahí las restricciones de la vida sexual, y de ahí también el precepto ideal de amar al prójimo como a sí mismo, precepto que efectivamente se justifica, porque ningún otro es, como él, tan contrario y antagónico a la primitiva naturaleza humana. (Cap. 5, pág. 53-54)

Dadas estas restricciones a la sexualidad y a las tendencias agresivas es comprensible que sea difícil alcanzar la felicidad en el seno de la comunidad marcada por la cultura. Podremos modificar esa cultura, pero hay dificultades que son inherentes a la esencia misma de la cultura.
El protoinstinto de muerte y agresión constituye el mayor obstáculo de la cultura, pues ésta es un proceso puesto al servicio de Eros, que busca la creación de unidad entre los individuos. Es por ello que la evolución de la cultura puede ser vista como una lucha entre Eros y muerte.

Añadiremos que se trata [la cultura] de un proceso puesto al servicio del Eros, destinado a condensar en una unidad vasta, en la humanidad, a los individuos aislados, luego a las familias, las tribus, los pueblos y las naciones. [...] Estas masas humanas han de ser vinculadas libidinalmente, pues ni la necesidad por sí sola ni las ventajas de la comunidad de trabajo bastarían para mantenerlas unidas. Pero el natural instinto humano de agresión, la hostilidad de uno contra todos y de todos contra uno, se opone a este designio de la cultura. [...] Ahora, creo, el sentido de la evolución cultural ya no nos resultará impenetrable; por fuerza debe presentarnos la lucha entre Eros y muerte, instinto de vida e instinto de destrucción, tal como se lleva a cabo en la especie humana. (Cap. 6, pág. 63)

¿A qué recursos apela la cultura para coartar la agresividad, siendo ésta una tendencia natural? A la introyección de esta agresividad: dirigiéndola contra el propio yo al dar origen al super-yo. Éste actúa como conciencia (moral) generando una tensión con el yo que denominamos sentimiento de culpabilidad.

La agresión es introyectada, internalizada, devuelta en realidad al lugar de donde procede: es dirigida contra el propio yo, incorporándose a una parte de éste, que en calidad de super-yo se opone a la parte restante, y asumiendo la función de «conciencia» [moral], despliega frente al yo la misma dura agresividad que el yo, de buen grado, habría satisfecho en individuos extraños. La tensión creada entre el severo super-yo y el yo subordinado al mismo la calificamos de sentimiento de culpabilidad; se manifiesta bajo la forma de necesidad de castigo. Por consiguiente, la cultura domina la peligrosa inclinación agresiva del individuo debilitando a éste, desarmándolo y haciéndolo vigilar por una instancia alojada en su interior, como una guarnición militar en la ciudad conquistada. (Cap. 7, pág. 64-65)

¿Cómo se genera este sentimiento de culpabilidad?
El desamparo y el miedo a la pérdida del amor llevan, en principio (en el niño), a subordinarse a una autoridad ajena y a distinguir, en base a ella, entre lo bueno y lo malo. Después, al interiorizar esta autoridad mediante el super-yo, aparece propiamente la conciencia moral.

Podemos rechazar la existencia de una facultad original, en cierto modo natural, de discernir el bien del mal. Muchas veces lo malo ni siquiera es lo nocivo o peligroso para el yo, sino, por el contrario, algo que éste desea y que le procura placer. Aquí se manifiesta, pues, una influencia ajena y externa, destinada a establecer lo que debe considerarse como bueno y como malo. Dado que el hombre no ha sido llevado por la propia sensibilidad a tal discriminación, debe tener algún motivo para subordinarse a esta influencia extraña. Podremos hallarlo fácilmente en su desamparo y en su dependencia de los demás; la denominación que mejor le cuadra es la de «miedo a la pérdida del amor». [...] Así, pues, lo malo es, originalmente, aquello por lo cual uno es amenazado con la pérdida del amor; se debe evitar cometerlo por temor a esta pérdida. [...]
Sólo se produce un cambio fundamental cuando la autoridad es internalizada al establecerse un super-yo. Con ello, los fenómenos de la conciencia moral son elevados a un nuevo nivel, y en puridad sólo entonces se tiene derecho a hablar de conciencia moral [...]. El super-yo tortura al pecaminoso yo con las mismas sensaciones de angustia y está al acecho de oportunidades para hacerle castigar por el mundo exterior.
(Cap. 7, pág. 65-67)

Propiamente el sentimiento de culpabilidad es la angustia producida por la vigilancia que el super-yo ejerce sobre el yo. Sin embargo esta angustia aparece también, con anterioridad, en el temor experimentado ante la autoridad externa.

Por consiguiente, conocemos dos orígenes del sentimiento de culpabilidad: uno es el miedo a la autoridad; el segundo, más reciente, es el temor al super-yo. El primero obliga a renunciar a la satisfacción de los instintos, el segundo impulsa, además, al castigo, dado que no es posible ocultar ante el super-yo la persistencia de los deseos prohibidos. [...] La renuncia instintual ya no tiene pleno efecto absolvente; la virtuosa abstinencia ya no es recompensada con la seguridad de conservar el amor, y el individuo a trocado una catástrofe exterior amenazante -pérdida del amor y castigo por la autoridad exterior-, por una desgracia interior permanente: la tensión de sentimiento de culpabilidad. (Cap. 7, pág. 68-69)

La transparencia de los deseos del yo a los ojos vigilantes del super-yo provoca que, aunque se haya producido la renuncia por parte del yo a la satisfacción instintual, persista el sentimiento de culpabilidad, pues el deseo -no realizado- se mantiene y es, por tanto, accesible a esa vigilancia interna del super-yo. Como consecuencia, la aparición del super-yo no sólo implica la renuncia a los instintos (como en el caso de la autoridad externa), sino que además impulsa al autocastigo, alimentado por la persistencia del sentimiento de culpabilidad.
Esto explica el curioso fenómeno de que toda nueva renuncia, en vez de apaciguar el sentimiento de culpabilidad, aumente la severidad de la conciencia moral. Este aumento de la severidad está en relación con los instintos de agresión: toda renuncia al instinto de agresión es incorporada por el super-yo acrecentando su agresividad contra el yo. Al impedir la satisfacción erótica se desencadena cierta agresividad contra la persona que impide esa satisfacción y esta agresividad tiene que ser a su vez contenida, incorporándosela el super-yo. De ahí que haya que atribuir «únicamente a los instintos agresivos la génesis del sentimiento de culpabilidad descubierta por el psicoanálisis» (cap. 8, pág. 80).

Así la agresividad del super-yo, aunque en cierto modo es una continuación de la severidad de la autoridad externa, tiene su origen en las tendencias agresivas del individuo contra esa autoridad (complejo de Edipo). La renuncia a esta agresividad se compensa con una identificación con dicha autoridad, que da origen al super-yo. Lo mismo ocurre si pasamos desde la historia individual a la evolución filogenética, con la salvedad de que aquí si que la agresión es ejecutada (ver "Tótem y tabú"). En ambos casos -en el del niño y en el de la especie humana- se parte de la ambivalencia afectiva (amor - deseo de muerte) hacia el padre. Al renunciar o ejecutar la agresión, resurge el amor generando sentimiento de culpabilidad. Por lo tanto el sentimiento de culpabilidad es expresión del eterno conflicto de ambivalencia entre Eros y el instinto de destrucción.

Creo que por fin comprenderemos claramente dos cosas: la participación del amor en la génesis de la conciencia y el carácter fatalmente inevitable del sentimiento de culpabilidad. Efectivamente, no es decisivo si hemos matado al padre o si nos abstuvimos del hecho: en ambos casos nos sentiremos por fuerza culpables, dado que este sentimiento de culpabilidad es la expresión del conflicto de ambivalencia, de la eterna lucha entre el Eros y el instinto de destrucción o de muerte. Este conflicto se exacerba en cuanto al hombre se le impone la tarea de vivir en comunidad [...]. Dado que la cultura obedece a una pulsión erótica interior que obliga a unir a los hombres en una masa íntimamente amalgamada, sólo puede alcanzar este objetivo mediante la constante y progresiva acentuación del sentimiento de culpabilidad. (Cap. 7, pág. 74)

Una vez establecida la conciencia moral (super-yo) a raíz del complejo de Edipo, individual o de la especie, el sentimiento de culpabilidad aumenta (pudiendo hacérsele difícilmente soportable al individuo) al imponerse la tarea de vivir en comunidad, es decir, al imponerse la tarea cultural de unir a los hombres por lazos eróticos. Recordemos que esta tarea obliga a una doble renuncia que aumenta y fortalece la conciencia moral (la vigilancia del super-yo y su severidad) y el sentimiento de culpabilidad: renuncia a las tendencias agresivas y renuncia a las tendencias eróticas de fin no inhibido.

La evolución individual y el proceso cultural entran en conflicto (aunque no inconciliable), ya que en la primera priman las tendencias egoístas o de aspiración a la felicidad, mientras que en el segundo, el proceso cultural, éstas pasan a un segundo plano, recayendo el acento en el establecimiento de unidad entre los hombres.
Hay, sin embargo, ciertas analogías entre ambos procesos. También podemos hablar de un «super-yo cultural», que, a semejanza del individual, tendría su origen en el efecto provocado por los grandes conductores de cada cultura (en muchos casos maltratados en un principio de forma similar a la del protopadre). Este super-yo cultural también establece normas éticas con el fin de eliminar las tendencias agresivas, que dificultan la tarea cultural. Al igual que el super-yo individual, al establecer estos preceptos éticos (por ejemplo, «amarás al prójimo como a ti mismo»), no tiene en cuenta si a los hombres les será posible cumplirlos, sino que parte de que el yo tiene pleno dominio sobre su ello. La alta exigencia de estos ideales, que no tienen en cuenta la naturaleza del psiquismo humano, puede provocar en el individuo rebelión, neurosis o, simplemente, infelicidad.

Si la evolución de la cultura tiene tan trascendentes analogías con la del individuo, y si emplea los mismos recursos que ésta, ¿acaso no estará justificado el diagnóstico de que muchas culturas -o épocas culturales, y quizá aun la humanidad entera- se habrían tornado «neuróticas» bajo la presión de las ambiciones culturales? (Cap. 8, pág. 86)

Pese a ello, y sin caer en una valoración entusiasta de ella, es comprensible afirmar la necesidad de la cultura humana y, por lo tanto, la inevitabilidad de la tendencia a restringir la vida sexual y las tendencias agresivas, con el consiguiente sentimiento de culpabilidad.

A mi juicio el destino de la especie humana será decidido por la circunstancia de si -y hasta qué punto- el desarrollo cultural logrará hacer frente a las perturbaciones de la vida colectiva emanadas del instinto de agresión y de autodestrucción. [...] Sólo nos queda esperar que la otra de ambas «potencias celestes», el eterno Eros, despliegue sus fuerzas para vencer en la lucha con su no menos inmortal adversario. Mas ¿quién podría augurar el desenlace final? (Cap. 8, pág. 87-88)