EPICURO
DE SAMOS (341-270 a.C.)
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Para Epicuro la filosofía
tiene como misión la liberación del espíritu humano
de las turbaciones que lo agitan (ataraxia). El fundador
de la comunidad del Jardín no fue propiamente un maestro de filosofía,
sino, más bien, un guía en el arte de vivir; arte
que, fundado científicamente, conducía al hombre a una íntima
libertad y paz del alma, o sea a la "eudaimonía"
(«Lo esencial para nuestra felicidad es nuestra condición
íntima, de la cual somos dueños nosotros»). Cuatro
fuentes de perturbación impiden alcanzar esta serenidad del ánimo
y, en contra de ellos, la filosofía ofrece el tetrafármaco.
Estas cuatro fuentes son fruto de ciertas creencias que nos dominan y
que tienen su origen en falsas opiniones: el temor a los dioses y al destino,
el miedo a la muerte, el ansia de placeres y el pesar por los dolores.
Cuando los reconocemos como tales, como errores, dejan de existir o de
dominarnos. CANÓNICA Los estoicos dividieron
la filosofía en lógica, física y ética, por
lo que se podría pensar que la canónica epicúrea
se correspondería con la lógica, pero tal conclusión
es errónea. Los epicúreos despreciaban tanto la dialéctica
platónica como la lógica aristotélica y estoica.
Su interés no iba dirigido a los conceptos, sino a las cosas. Sin
embargo, Epicuro necesitaba una doctrina del canon, de las normas del
conocimiento y de los criterios de verdad, que pusiera las bases del proceso
cognoscitivo. Epicuro habla propiamente
de tres principios del proceso cognitivo: las sensaciones, las
anticipaciones y las afecciones o sentimientos. Pero sus
discípulos añadieron un cuarto, que también está
presente en Epicuro: la proyección imaginativa o aprehensiones
representativas de la mente («phantastikè epibolè
tes dianoías»). FÍSICA Con la Física Epicuro va a tratar de construir una ciencia que fundamente su concepto de la naturaleza humana y que sirva de base para su ética. Al mismo tiempo con esta ciencia pretende eliminar toda intervención providencial de los dioses y cualquier representación angustiosa de la muerte. Su preocupación se dirige a la vida feliz, y la física puede eliminar ciertos temores que la obstaculizan y que son fruto de la ignorancia y la superstición. No le interesa la explicación concreta que pueda tener un determinado fenómeno, lo que le interesa es destacar que estos fenómenos físicos suceden por causas puramente naturales, o sea mecánico-físicas. Al afirmar que la
Naturaleza es una realidad material para cuya explicación no se
necesita recurrir a realidades no materiales, como los dioses, Epicuro
entronca con la tradición atomista de Demócrito.
El cosmos está formado por una infinidad de átomos
inengendrados e incorruptibles, ya que «nada nace de la nada».
Dado que el movimiento es un dato irrefutable de los sentidos, debe existir
el vacío que lo posibilite. Si todo el espacio estuviera
"lleno" (de átomos), el movimiento no sería posible.
El mundo, existente desde siempre, sin principio ni fin, se compone, pues,
de átomos que se mueven en el vacío. De la unión
y separación de estos átomos (indivisibles) surgen la pluralidad
de cuerpos, sujetos a generación y corrupción. Este último punto se explica porque el alma no es una entidad inmaterial, sino que es, como toda la naturaleza, un agregado de átomos. En este caso se trata de átomos sutiles («suavísimos y redondísimos») que está esparcidos por todo el conjunto de nuestro cuerpo. Esta íntima unión con el cuerpo hace que el alma sea causa de las sensaciones, de modo que privado de alma el cuerpo pierde toda sensibilidad y, también, si el cuerpo se corrompe, el alma se disuelve y pierde su sensibilidad: «Pues no es posible concebir el alma como sensible si no es en su compuesto total [en la unión de alma y cuerpo], ni que posea estos movimientos cuando el cuerpo que la encubre y contiene no es tal cual es ahora que el alma la habita y posee estos movimientos». No es posible concebir el alma sin cuerpo, ni el cuerpo sin alma; al igual que el cuerpo, el alma es mortal, cuando el organismo se disuelve, el alma desaparece. Es por ello que el temor a la muerte es absurdo, pues el mal, es decir, el dolor es una sensación, y la muerte es la cesación de toda sensación. La muerte no es algo que nos concierna, pues mientras vivimos, la muerte no existe, y cuando ésta llega, ya no existimos. Tampoco hemos de temer al más allá, puesto que esa unidad de alma y cuerpo que constituye al hombre, desaparece después de la muerte. La muerte deja de ser, así, un tema de especulación filosófica. Frente al orfismo, al pitagorismo y al platonismo, que habían hecho de la muerte un tema central de su pensamiento, hasta el punto de afirmar que «filosofar es aprender a morir», el epicureísmo insiste en que la función de la filosofía es enseñarnos a vivir. «Acostúmbrate a pensar que la muerte no es nada para nosotros, puesto que el bien y el mal no existen más que en la sensación, y la muerte es la privación de la sensación. (...) Así pues, el más espantoso de todos los males, la muerte, no es nada para nosotros porque, mientras vivimos, no existe la muerte, y cuando la muerte existe, nosotros ya no somos». (Epicuro de Samos, Carta a Meneceo)
Esta misma labor de
desmitificación la lleva a cabo Epicuro en relación a los
dioses: «Por lo que respecta a los fenómenos celestes,
no hemos de creer que su movimiento y revolución [...] se originen
por obra de algún ser que los rige o regirá y que juntamente
con la felicidad posee la inmortalidad: las ocupaciones y preocupaciones,
iras y afectuosidades no son compatibles con la felicidad, sino que tienen
su origen en la debilidad, el miedo y dependencia ajena». No
es que los dioses no existan, sino que su perfección y su felicidad
es incompatible con la idea de que se preocupen por el mundo y por el
hombre. Los dioses, como el resto de los seres, son materiales, están
formados por átomos muy sutiles y tienen una forma humana; viven
en los intermundos (en los espacios que separan los mundos); comen, beben
y hablan (en griego), pero son indestructibles y gozan de una felicidad
perfecta. Ellos realizan el supremo ideal del sabio epicúreo, por
lo que se les debe rendir un culto desinteresado de admiración,
pero no un culto servil de imploración y de conjuros, que es fruto
del interés y del temor. «No es impío el que niega los dioses del común de los hombres, sino al contrario, el que aplica a los dioses las opiniones de esa mayoría. Porque las afirmaciones de la mayoría no son anticipaciones, sino conjeturas engañosas. De ahí procede la opinión de que los dioses causan a los malvados los mayores males y a los buenos los más grandes bienes». (Carta a Meneceo)
De esta crítica
desmitificadora dice Lucrecio (98-55 a.C., poeta y filósofo
latino) en su obra "De la naturaleza de las cosas": «Cuando
la humana vida a nuestros ojos/ oprimida yacía con infamia/ en
la tierra por grave fanatismo,/ que desde las mansiones celestiales/ alzaba
la cabeza amenazando/ a los mortales con horrible aspecto,/ al punto un
varón griego osó el primero/ levantar hacia él mortales
ojos/ y abiertamente declararle guerra:/ no intimidó a este hombre
señalado/ la fama de los dioses, ni sus rayos,/ ni del cielo el
colérico murmullo». ÉTICA De la misma forma que la sensación es el camino que nos abre las puertas del mundo real, así también es la que guía nuestro comportamiento en la vida. El placer constituye el principio y el fin de una vida feliz. Este sentimiento, que es la medida de todas nuestras acciones, está puesto por la naturaleza en todos los seres vivos. Así, niños y animales, incapaces de reflexión, tienden instintivamente al placer, mientras que rehuyen también instintivamente el dolor. No requiere, por tanto, prueba alguna el hecho de que el placer sea la meta. Esto se siente de la misma manera que se siente que el fuego es caliente o la miel dulce. Por naturaleza intentamos ser felices y lo hacemos evitando las sensaciones dolorosas y buscando las placenteras. «Por ello decimos que el placer es el principio y el fin de la vida feliz. Lo hemos reconocido como el primero de los bienes y conforme a nuestra naturaleza, él es el que nos hace preferir o rechazar las cosas, y a él tendemos tomando la sensibilidad como criterio del bien. Y puesto que el placer es el primer bien natural, se sigue de ello que no buscamos cualquier placer, sino que en ciertos casos despreciamos muchos placeres cuando tienen como consecuencia un dolor mayor. Por otra parte, hay muchos sufrimientos que consideramos preferibles a los placeres, cuando nos producen un placer mayor después de haberlos soportado durante largo tiempo. Por consiguiente, todo placer, por su misma naturaleza, es un bien, pero todo placer no es deseable. Igualmente todo dolor es un mal, pero no debemos huir necesariamente de todo dolor. Y por tanto, todas las cosas deben ser apreciadas por una prudente consideración de las ventajas y molestias que proporcionan, pues nos servimos del bien, en algunas circunstancias, como de un mal, y viceversa, del mal como de un bien». (Carta a Meneceo)
Los cirenaicos ya habían defendido una postura hedonista, sin embargo Epicuro concibe el placer de modo diferente a ellos. Los cirenaicos sostenían que el placer es un movimiento suave, mientras que el dolor es un movimiento violento, y negaban que fuese placer el estado intermedio, esto es, la ausencia de dolor. Epicuro no sólo admite este tipo de placer en reposo (ausencia de dolor) o "catastemático", sino que le otorga la máxima importancia, considerándolo como la culminación del placer. Además, los cirenaicos glorificaban el placer corporal y consiguientemente el placer del momento: según ellos no se puede llamar placer ni a la anticipación del futuro ni al recuerdo de pasados placeres. Por el contrario, Epicuro comprendió que en mucha mayor medida que los gozos o los sufrimientos del cuerpo -limitados en el tiempo- tienen importancia los ecos interiores y los movimientos de la mente que acompañan a aquéllos y que duran mucho más. En este sentido se afirma que, para Epicuro, los placeres psíquicos o espirituales son superiores a los del cuerpo, pero no debemos olvidar que los primeros son sólo los ecos o las anticipaciones de los placeres corporales. Por ello, sin éstos, sin los placeres de la carne o del vientre, como les llama Epicuro, no pueden darse los otros: «En verdad no se concebir el bien, si suprimo los placeres que se perciben con el gusto, y suprimo los del amor, los del oído y los del canto, y desecho también las emociones placenteras causadas a la vista por las formas hermosas, o aquellos otros placeres que nacen de cualquier sentido en el hombre [...] Sé también que la inteligencia se alegra por lo siguiente: por la esperanza de todo lo que he dicho antes, en el goce de lo cual la naturaleza puede permanecer exenta de dolor». El verdadero placer consiste en la ausencia de dolor en el cuerpo (aponía) y la carencia de perturbación en el alma (ataraxia). Entregarse a los placeres en movimiento no proporciona al hombre la vida feliz. La felicidad se encuentra en los placeres en reposo, en la ausencia de dolor, ya que éstos hacen posible la serenidad y la paz del alma. «Igualmente, debemos reflexionar que unos deseos son naturales, otros vanos; y los naturales unos son necesarios, otros naturales sólo. Los necesarios unos lo son para la felicidad, otros para el sosiego del cuerpo, otros para la vida misma. Una auténtica consideración de ellos sabe dirigir cualquier elección o rechazo hacia la salud del cuerpo y el sosiego [ataraxia] del alma ya que esto es el fin de una vida feliz. Con este objetivo hacemos todas las cosas: para no sufrir dolor ni turbación». (Carta a Meneceo)
Para lograr esta imperturbabilidad del ánimo el sabio elige entre los placeres aquellos que no acarrean dolores y perturbaciones, y desprecia aquellos placeres que ofrecen un gozo momentáneo, pero ocasionan dolores y perturbaciones posteriores. Si bien es cierto que todo placer es un bien, a menudo debemos rechazar ciertos placeres, cuando sabemos que traen consigo un dolor futuro mayor; asimismo debemos aceptar algunos sufrimientos, si el placer futuro que se deriva de ellos es mayor. La búsqueda de este equilibrio entre placer y dolor, entre presente y futuro debe realizarse teniendo en cuenta los distintos tipos de placeres que pueden darse: a) Placeres naturales
y necesarios (íntimamente ligados a la conservación
del individuo: comer cuando se tiene hambre, beber cuando se tiene sed,
reposar cuando se está fatigado, etc.). Los únicos verdaderamente provechosos son los primeros, en la medida en que eliminan los dolores del cuerpo. Estos son los únicos que hay que satisfacer siempre y en todos los casos, porque poseen por naturaleza un límite preciso: una vez satisfechos desaparece el dolor. Los del segundo grupo carecen de este límite, porque no hacen desaparecer el dolor corporal, sólo modifican el placer y pueden provocar un sufrimiento mayor. En cuanto a los del tercer grupo no quitan el dolor del cuerpo y además provocan siempre una perturbación en el alma. «Entonces, cuando afirmamos que el placer es el fin [telos], no nos referimos a los placeres de los disolutos ni a los que se dan en las juergas, como algunos por ignorancia creen o porque no están de acuerdo o interpretan mal, sino a la ausencia de dolor en el cuerpo y de turbación en el alma. Pues ni banquetes ni francachelas continuas, ni juergas con muchachos y mujeres, ni el pescado ni todo cuanto puede ofrecer una suntuosa mesa, es lo que hace dulce la vida, sino el cálculo juicioso que investiga los motivos de cada elección o rechazo y elimina las opiniones por las cuales una fuerte agitación se apodera de las almas. Principio de esto y el bien más grande es la prudencia [phrónesis]. Consecuentemente, algo más apreciable incluso que la filosofía es la prudencia, de la que nacen todas las demás virtudes: nos enseña que no es posible una vida feliz sin ser prudente, bella y justa, ni tampoco prudente bella y justa sin ser feliz». (Carta a Meneceo)
De esta forma, si ponemos un límite a nuestros deseos y los reducimos a los del primer tipo, lograremos una riqueza y felicidad abundantes, porque para procurarnos aquellos placeres nos bastamos a nosotros mismos, y en este bastarnos a nosotros mismos (autarquía) reside la mayor riqueza y felicidad. «Estimamos la autarquía como un gran bien, no para que debamos vivir siempre con lo poco, sino porque caso de no tener lo mucho, nos contentemos con lo poco, absolutamente convencidos de que disfrutan de la abundancia con más placer quienes tienen menos necesidad de ella, y de que lo natural siempre es más fácil de conseguir y difícil lo superfluo. Los gustos frugales aportan un placer semejante a una fastuosa dieta, una vez se ha eliminado el dolor que produce la carencia: pan y agua producen el mayor placer si se llevan a la boca cuando hay necesidad. Entonces, habituarse a un régimen sencillo y sobrio proporciona la salud perfecta, hace resoluto al hombre en las ocupaciones necesarias de la vida, nos dispone mejor cuando de tanto en tanto nos acercamos a los lujos y nos torna impávidos ante el azar». (Carta a Meneceo)
¿Cómo mantener la serenidad si se apoderan de nosotros los males físicos? Epicuro, que lo sabía por propia experiencia pues poseía una salud delicada, responde: si se trata de un mal leve, el dolor físico es siempre soportable y jamás llega a ofuscar la alegría del ánimo; si es agudo, pasa con rapidez; y si es muy agudo, el sabio lo puede suavizar con el recuerdo de alegrías pasadas, además suele ser breve, pues conduce rápidamente a la muerte. Y la muerte, como es la ausencia de sensaciones, no es algo que haya que temer. Para el fundador del
Jardín la vida política resulta innatural. Implica
continuos dolores y perturbaciones; perjudica la aponía
y la ataraxia y, por lo tanto, complica la felicidad. Aquellos
placeres que muchos piensan obtener gracias a la vida política
son meras ilusiónes, espejismos vacuos y engañosos. Por
eso el epicúreo se apartará y vivirá lejos de la
muchedumbre. «Vive oculto» aconseja el célebre
lema epicúreo. Sólo permaneciendo en sí mismo puede
hallarse la tranquilidad, la paz del alma. El único vínculo realmente efectivo entre los individuos es la amistad, que consiste en un lazo libre que une a quienes sienten, piensan y viven de modo idéntico. En la amistad nada se impone desde fuera y de modo innatural. Una vez que la amistad ha surgido, se convierte en fuente de placer y felicidad: «De todas las cosas que procura la sabiduría, con vistas a la vida feliz, el bien más grande consiste en la adquisición de la amistad». EL IDEAL DEL SABIO Epicuro proporciona a los hombres un cuádruple remedio. Demostró: 1) que son vanos los temores ante los dioses y el más allá; 2) que es absurdo el miedo ante la muerte, ya que no es nada para el hombre; 3) que el placer, cuando es correctamente entendido, se halla a disposición de todos; 4) que el mal dura poco o es fácilmente soportable. El hombre que sepa administrarse este tetrafármaco adquiere la paz del espíritu y la felicidad. Convirtiéndose así en dueño absoluto de sí mismo (autarquía), el sabio ya no tiene nada que temer. Lleva en sí mismo todos los bienes y gracias a su ataraxia, puede rivalizar en felicidad hasta con los dioses. «Porque, ¿quién es, según tú, mejor que aquel que tiene respecto a los dioses opiniones santas, que ante la muerte se comporta siempre sin miedo, que ha reflexionado profundamente sobre el fin de la naturaleza, que entiende que el límite de los bienes es de fácil logro y de fácil realización y que el de los males dura poco y con poco dolor, que se ríe del destino -aquél que algunos presentan como señor de todas las cosas- y sostiene que algo depende de la necesidad, algo de la suerte, pero algo de nosotros, pues se da cuenta de que la necesidad no es responsable y que el azar es inestable, y que lo que está en nuestras manos no tiene otro dueño, motivo por el cual le acompañan el reproche y la alabanza?» (Carta a Meneceo)
En definitiva, Epicuro
ofrece a los hombres una doctrina que representa un desafío a la
fortuna y a la fatalidad, porque mostraba que la felicidad puede provenir
de nuestro interior, vayan como vayan las cosas externas a nosotros. El
bien verdadero está siempre y exclusivamente en nosotros. El verdadero
bien es la vida, y para mantenerla basta con muy poco y este poco se halla
a disposición de todos, de cada hombre. El resto es vanidad. |
ESTOICISMO |
No pretendas que las cosas ocurran como tú deseas, sino desea que ocurran tal como se producen, y serás siempre feliz. El hombre de bien somete su voluntad al que gobierna el universo, como los buenos ciudadanos lo hacen a la ley de su ciudad. (...) Desear que se produzca lo que me place, puede no sólo no ser bello, sino ser lo más horrendo que hay. (...) Instruirse consiste precisamente en querer que cada cosa suceda como sucede. ¿Y cómo sucede? Como lo ha mandado el Ordenador. Mostradme un estoico, si tenéis alguno. (...) Mostradme un hombre enfermo y feliz, en peligro y feliz, moribundo y feliz, exiliado y feliz, despreciado y feliz. (...) Es un alma lo que uno de vosotros debe mostrarme, un alma de hombre que quiera conformarse con el pensamiento de Dios, no proferir quejas contra Dios o contra un hombre, no caer en falta en sus empresas, no chocar con los obstáculos, no irritarse, no ceder a la envidia o los celos, sino hacerse un Dios abandonando al hombre, y en este cuerpo mortal querer la sociedad de Zeus.
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ESCEPTICISMO
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Los que buscan algo, probablemente o llegan a descubrirlo, o declaran que no pueden descubrirlo y que es incomprensible, o continúan buscándolo. Por ello en las investigaciones filosóficas unos han pretendido haber hallado la verdad, otros han declarado que no es posible alcanzarla, y otros la buscan aún. Los llamados propiamente dogmáticos parecen haberla hallado, por ejemplo, Aristóteles, Epicuro, los estoicos y otros; los que han probado que es imposible alcanzarla son Clitómaco, Carnéades y otros académicos; los que aún buscan son los escépticos. En resumen, como mostramos que todo es relativo [cada cosa es relativa a la cosa o cosas que la acompañan y relativa al que juzga], evidentemente no podemos decir qué es cada objeto en cuanto a su naturaleza y absolutamente, sino cómo aparece, en relación con algo. De donde se sigue que debemos suspender nuestro juicio sobre la naturaleza de las cosas. (Sexto Empírico)
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