David Hume

 

0. Datos biográficos

1. El principio empirista

2. El valor del conocimiento humano

3. Los objetos del conocimiento humano

4. La crítica del principio de causalidad

5. La crítica de la idea de substancia

6. El escéptico no dogmático

7. La ética emotivista

Textos-cuestiones

 

Nació en la ciudad escocesa de Edimburgo el 26 de Abril de 1711. Su padre, abogado de oficio, murió dos años después. Su madre era hija de Sir David Falconer, Presidente del Colegio de Justicia, y hermanastra de su padre. Era el menor de tres hermanos. A los once años entra en el colegio de Edimburgo, donde se interesa especialmente por la filosofía, la historia y la literatura. A los dieciocho años concibe la idea de fundamentar la ciencia en la naturaleza humana. Durante varios años se dedica a esta investigación, pero agotado física y psíquicamente, decide dejar provisionalmente sus estudios y se dedica al comercio en Bristol. A los pocos meses abandona esta tarea y se instala en Francia desde 1734 a 1737. Redacta y publica, sin ningún éxito, su obra más importante: Tratado de la Naturaleza Humana. Tras este fracaso publica anónimamente una síntesis de él: Resumen del Tratado de la Naturaleza Humana. En 1744 se le deniega la cátedra de Ética y Filosofía del Espíritu de la Universidad de Edimburgo. Sus doctrinas son calificadas de heréticas. Posteriormente en la Carta de un caballero a su amigo en Edimburgo se defiende de la acusación de herejía, escepticismo y ateísmo. En 1746 es nombrado secretario particular en Londres del General Saint-Clair y un año después secretario de embajada en las Cortes de Viena y Turín. Publica la obra que más tarde llevara por título Investigación sobre el entendimiento humano (1748), que es una refundición de los dos primeros libros del Tratado (parte del segundo libro será resumido en Sobre las pasiones -1757-). El tercer libro quedará refundido en Investigación sobre los principios de la moral (1751). El éxito le llega con los Discursos políticos (1752). En esta época comienza a redactar los Diálogos sobre la religión natural, que no se publicarán hasta después de su muerte. En 1753 vuelve a fracasar en su intento de ocupar una cátedra, esta vez la de Lógica en la Universidad de Glasgow, pero es nombrado Bibliotecario de la Facultad de Derecho en dicha Universidad. Se instala en París (1763-1766) al ser nombrado secretario de embajada de Inglaterra en Francia. Aquí es muy bien acogido por los ilustrados y enciclopedistas: Turgot, Buffon, Helvetius, Diderot, D'Alambert, D'Holbach, Voltaire, Rousseau. Este último, al ser perseguido en Francia, aceptó la protección de Hume, pero su carácter receloso acabó con la amistad entre ellos y, sintiéndose víctima de una conjuración, regresó a Francia. En 1768 Hume ocupa en Londres el cargo de Subsecretario de Estado. Un año después, rodeado de fortuna y consideración, regresa a Edimburgo, donde muere, víctima de un tumor intestinal, el 25 de Agosto de 1776, el mismo año de la declaración de la independencia de Estados Unidos -que él había apoyado- y trece años antes del inicio de la Revolución Francesa. En su Autobiografía, escrita al conocer la gravedad de su enfermedad, se describe así: «yo "era" un hombre de naturaleza apacible, dueño de mí mismo, de humor abierto, sociable y alegre, capaz de sentir apego, poco susceptible de enemistad, y de gran moderación en todas mis pasiones. Ni siquiera mi afán de fama literaria, mi pasión dominante, agrió jamás mi carácter, a pesar de mis frecuentes decepciones».

1.- PRINCIPIO EMPIRISTA

En síntesis la filosofía de Hume trata de mostrar los límites de la razón y como dentro incluso de esos límites la razón no puede alcanzar una certeza en sus conocimientos (escepticismo). Sólo los conocimientos matemáticos (relaciones de ideas) alcanzan esa certeza, pero no se refieren a lo existente. En cuanto a los conocimientos que se refieren a hechos, todos ellos deben tener su base en la experiencia y mantenerse en ese campo (ni la metafísica ni la teología son ciencias). No logran la certeza y necesidad de los conocimientos matemáticos, pero son imprescindibles para la vida humana. Su fundamento no es puramente racional, sino psicológico: se asientan en la costumbre, que nos lleva a asociar entre sí algunas ideas por su semejanza, contigüidad o sucesión (causa y efecto). El método para averiguar la validez de estos conocimientos es reconducirlos a su origen, a la experiencia para comprobar si efectivamente se han formado a partir de algún tipo de experiencia o no. Pasaremos ahora a exponer este planteamiento de Hume con más detenimiento.

Hume constata que, sobre la base segura de la observación y del método experimental preconizado por F. Bacon, Newton había construido una sólida visión de la naturaleza física. Lo que faltaba por hacer es aplicar dicho método a la naturaleza humana. Esta tarea es la que lleva a cabo en su obra "Tratado de la naturaleza humana". Además Hume está convencido de que la ciencia de la naturaleza humana es más importante que la física y demás ciencias, pues todas ellas «dependen en cierto modo de la naturaleza del hombre». Sin embargo su investigación, sujeta al método experiemental, le llevará a resultados escéptico-irracionalistas. La naturaleza humana pierde parte de su carácter racional y espiritual, al ponerse de manifiesto que se encuentra en manos del instinto, la emoción y el sentimiento.

Enlazando con la investigación de Locke, Hume sostiene que todos los contenidos de la mente humana no son más que percepciones, que se dividen en dos grandes clases: impresiones e ideas (Locke llamaba "ideas" a lo que Hume llama "percepciones"). Ambas se distinguen por la fuerza o viveza con que se presentan a nuestra mente y por el orden y la sucesión temporal en que aparecen. Las impresiones comprenden no sólo las percepciones que, Locke y Berkeley, llamaban "sensaciones", sino tambien las emociones, pasiones, sentimientos, voliciones y deseos (sensación interna).

He aquí, pues, que podemos dividir todas las percepciones de la mente en dos clases o especies, que se distinguen por sus distintos grados de fuerza o vivacidad. Las menos fuertes e intensas comúnmente son llamadas pensamientos o ideas; la otra especie carece de un nombre en nuestro idioma (...), llamémoslas impresiones (...). Con el término impresión, pues, quiero denotar nuestras percepciones más intensas: cuando oímos, o vemos, o sentimos, o amamos, u odiamos, o deseamos, o queremos. Y las impresiones se distinguen de las ideas que son percepciones menos intensas de las que tenemos conciencia, cuando reflexionamos sobre las sensaciones o movimientos arriba mencionados. (Investigación sobre el entendimiento humano)

Consecuencia de esta distinción es la reducción de la diferencia entre sentir y pensar, que se limita meramente al grado de intensidad: sentir consiste en tener percepciones más vivaces (sensaciones), mientras que pensar consiste en tener percepciones más débiles (ideas). Así toda percepción es doble: es sentida (de manera más vivaz) como impresión y es pensada (de manera más débil) como idea.

La impresión es la percepción originaria, mientras que la idea es dependiente. Las impresiones siempre preceden a las ideas correspondientes. De aquí se deriva el primer principio de la ciencia de la naturaleza humana: «todas las ideas simples provienen, mediata o inmediatamente, de las correspondientes impresiones». Este principio elimina la cuestión de las ideas innatas: no tenemos ideas hasta después de haber tenido impresiones.

Otra distinción importante es la que se establece entre impresiones simples (p. ej.: rojo, cálido, etc.) e impresiones complejas (p. ej. la impresión de una manzana). Las primeras nos son dadas inmediatamente como tales; las ideas complejas, en cambio, pueden ser copia de la impresiones simples, pero también pueden ser fruto de combinaciones múltiples que tienen lugar de diversas maneras en nuestra mente. No sólo disponemos de memoria, que reproduce las ideas, también poseemos imaginación, que es capaz de variar y de combinar de diversas formas las ideas entre sí. De todos modos, las ideas simples no se combinan sólo según el libre juego de la fantasía, sino también de acuerdo con unos principios universales. Estos principios o leyes de la asociación de ideas se pueden reducir a tres: semejanza, contigüidad o proximidad espacial y temporal, y causa y efecto.

2.- VALOR DEL CONOCIMIENTO HUMANO

Derivado del primer principio empirista, podemos establecer un segundo principio: para probar la validez de las ideas que se discutan, es preciso indicar cuál es la impresión correspodiente a cada una de ellas. El poder creativo de nuestra mente está limitado por las impresiones. Se trata, por tanto, de reconducir el conocimiento a la experiencia: ¿de qué impresión se deriva esa supuesta idea?

Por tanto, si albergamos la sospecha de que un término filosófico se emplea sin significado o idea alguna (como ocurre con demasiada frecuencia), no tenemos más que preguntarnos de qué impresión se deriva la supuesta idea, y si es imposible asignarle una, esto serviría para confirmar nuestra sospecha. Al traer nuestras ideas a una luz tan clara, podemos esperar fundadamente alejar toda discusión que pueda surgir acerca de su naturaleza y realidad. (Op. cit.)

Tomando como criterio este principio, Hume examinara la validez de ciertas ideas complejas, que desempeñan en la filosofía y en la ciencia un papel destacado: así por ej., la idea de conexión causa-efecto, la idea de substancia o la idea de Dios. Comenzaremos por la crítica a la idea de relación causal. Pero antes de ello y para mostrar la importancia de dicha relación, conviene tratar otra doctrina esencial en Hume.

3.- OBJETOS DEL CONOCIMIENTO HUMANO

Todos los objetos presentes ante la mente humana, todos los objetos de la razón e investigación humana se dividen en dos grupos: a) relaciones de ideas y b) cuestiones de hecho.

a) Son simples relaciones de ideas todas aquellas proposiciones que se limitan a operar sobre contenidos ideales, sin referirse a lo que existe o puede existir. Son cuestiones independientes de lo existente. Las verdades aquí establecidas son necesarias. Se trata de aquellas proposiciones que luego Kant denominará juicios analíticos.

La matemática, es decir, la aritmética, el álgebra y la geometría están constituídas por simples relaciones de ideas. Por ej., una vez establecidos los significados de los números, por un simple análisis racional, basándonos en puras relaciones de ideas, determinamos que tres veces cinco es la mitad de treinta. Asimismo, a partir de la definición de triángulo, por un simple análisis racional llegamos a afirmar que el cuadrado de la hipotenusa es igual a la suma de los cuadrados de los catetos. «Aunque en la naturaleza no hubiese triángulos ni círculos, las verdades demostradas por Euclides conservarían toda su certeza y evidencia». Las proposiciones matemáticas se obtienen básicamente como consecuencia del principio de no contradicción. Sería contradictorio afirmar que tres veces cinco no equivale a la mitad de treinta, o negar la validez del teorema anterior.

b) En cambio las cuestiones de hecho se refieren a lo existente y son, por tanto, contingentes. Cualquier dato de hecho siempre es posible, jamás puede implicar una contradicción. Por ej., "mañana saldrá el sol" es una proposición de este tipo, su negación no implica ninguna contradicción. Las proposiciones de este tipo no contienen necesidad lógica, a diferencia de las proposiciones referidas a relaciones de ideas. A este tipo de juicios Kant los llamará juicios sintéticos a posteriori.

Todas las ciencias que se refieren a lo existente manejan esta clase de proposiciones. El problema surge al investigar el fundamento de los razonamientos sobre cuestiones de hecho. Hume concluye que todos ellos se fundan en la relación causa-efecto.

Todos los razonamientos que conciernen a la realidad de los hechos parecen fundarse en la relación de causa y efecto. Unicamente gracias a esta relación podemos ir más allá de la evidencia de nuestra memoria y de los sentidos. (Op. cit.)

4.- CRÍTICA DEL PRINCIPIO DE CAUSALIDAD

Todos lo razonamientos sobre la realidad están basados en la relación de causa y efecto, o sea, sobre el principio de causalidad. El conocimiento de esta relación no se obtiene razonando a priori: ningún análisis de la idea de causa nos permite descubrir a priori el efecto que de él se deriva, sólo lo podemos saber a partir de la experiencia.

Cuando miramos los objetos externos en nuestro entorno y examinamos la acción de las causas, nunca somos capaces de descubrir de una sola vez poder o conexión necesaria algunos, ninguna cualidad que ligue el efecto a la causa y la haga consecuencia indefectible de aquella. Sólo encontramos que de hecho el uno sigue realmente a la otra. Al impulso de una bola de billar acompaña el movimiento de la segunda. Esto es todo lo que aparece a los sentidos externos. La mente no tiene sentimiento o impresión interna alguna de esta sucesión de objetos. Por consiguiente, en cualquier caso determinado de causa y efecto, no hay nada que pueda sugerir la idea de poder o conexión necesaria. (Op. cit.)

En el ejemplo de Hume, la bola de billar A se encuentra en movimiento hacia la bola B. Somos incapaces de establecer que efecto se producirá cuando A toque B sin basarnos en las observaciones hechas en el pasado. El efecto (movimiento de B) es un acontecimiento diferente de la causa (movimiento de A hacia B), por lo tanto el conocimiento de la acción en que consiste la causa nunca podrá proporcionarnos el conocimiento de la acción en que consiste el efecto. Ya que causa y efecto son acontecimientos diferentes, es imposible que al conocer cierta causa se logre conocer a priori qué efecto será producido por tal causa. Tenemos la impresión correspondiente a la contigüidad y la sucesión de estos dos acontecimientos, pero no tenemos impresión de la conexión necesaria entre causa y efecto.

En conclusión, sin la observación y el conjunto de nuestras experiencias pasadas sobre el comportamiento de la bola de billar, nos es absolutamente imposible saber si A al tocar a B la mueve y qué movimiento le imprimirá. El fundamento de esta relación se encuentra en la observación y asimilación a experiencias pasadas similares. El conocimiento de la relación entre causa y efecto está enteramente basado en la experiencia.

Pero cuando determinada clase de acontecimientos ha estado siempre, en todos los casos, unida a otra, no tenemos ya escrúpulos en predecir el uno con la aparición del otro y en utilizar el único razonamiento que puede darnos seguridad sobre una cuestión de hecho o existencia. Entonces llamamos a uno de los objetos causa y al otro efecto. Suponemos que hay alguna conexión entre ellos, algún poder en la una por el que indefectiblemente produce el otro y actúa con la necesidad más fuerte, con la mayor certeza. (Op. cit.)

Otra cuestión aparece de inmediato: ¿Cuál será el fundamento de las conclusiones que extraigo de la experiencia? ¿En qué me baso para extender mis experiencias pasadas al futuro? En otros términos: ¿cuál es el fundamento de los razonamientos inductivos, que me permiten extender mi experiencia pasada al futuro, a otros casos no experimentados? He experimentado que el pan siempre me ha alimentado, pero ¿en qué me baso para extaer la conclusión de que también me seguirá alimentando en el futuro?

Es obvio que me baso en la regularidad de la naturaleza, en que la naturaleza se comportará en el futuro como hasta ahora lo ha hecho en el pasado. El problema es que no hay ninguna contradicción en suponer que el curso de la naturaleza pueda cambiar, que un acontecimiento similar al ya experimentado pueda estar acompañado por acontecimientos diferentes a los que en el pasado acompañaron a ese primer acontecimiento. Sólo podemos justificarlo de forma circular: la naturaleza siempre se comportará de la misma forma, porque hasta ahora siempre a sido así. Claro que el que hasta ahora el curso de las cosas haya sido regular, no prueba que lo sea en el futuro. Los razonamientos de tipo inductivos, sólo se justifican recurriendo a la inducción; justificación que no tiene validez lógica, pues es circular.

Hemos dicho que todos los argumentos acerca de la existencia se fundan en la relación causa-efecto, que nuestro conocimiento de esa relación se deriva totalmente de la experiencia, y que todas nuestras conclusiones experimentales se dan a partir del supuesto de que el futuro será como ha sido el pasado. Intentar la demostración de este último supuesto por argumentos probables o argumentos que se refieren a lo existente, evidentemente supondrá moverse dentro de un círculo y dar por supuesto aquello que se pone en duda. (Op. cit.)

Si hubiera sospecha alguna de que el curso de la naturaleza pudiera cambiar y que el pasado pudiera no ser pauta del futuro, toda experiencia se haría inútil y no podría dar lugar a inferencia o conclusión alguna. Es imposible, por tanto, que cualquier argumento de la experiencia pueda demostrar esta semejanza. Acéptese que el curso de la naturaleza hasta ahora ha sido muy regular; esto por sí solo, sin algún nuevo argumento o inferencia, no demuestra que en el futuro lo seguirá siendo. Vanamente se pretende conocer la naturaleza de los cuerpos a partir de la experiencia pasada. Su naturaleza secreta y, consecuentemente, todos sus efectos e influjos, puede cambiar sin que se produzca alteración alguna en sus cualidades sensibles. (Op. cit.)

Los mismos resultados obtenemos si acudimos a la experiencia interna. Si observamos la relación causal que se establece entre la voluntad y el cuerpo, tampoco obtendremos impresión alguna de la conexión entre causa y efecto. Sólo hay experiencia de sucesión: a la orden de la voluntad le sigue el movimiento de nuestro cuerpo.

Procederemos a examinar esta pretensión, y, en primer lugar, en lo que respecta al influjo de la voluntad sobre los órganos del cuerpo. Este influjo, podemos observar, es un hecho que, como los demás acontecimientos naturales, sólo puede conocerse por experiencia y nunca se puede prever en virtud de cualquier energía o poder que aparezca en la causa, que la conecte con el efecto y haga al uno consecuencia indefectible de la otra. El movimiento de nuestro cuerpo sigue el mandato de nuestra voluntad. Somos en todo momento conscientes de ello. Pero estamos tan lejos de ser inmediatamente conscientes del modo cómo esto ocurre, de la energía en virtud de la cual la voluntad ejecuta una operación tan extraordinaria, que ha de escapar para siempre a la más diligente de nuestras investigaciones. (Op. cit.)

La conclusión que se deriva de toda esta investigación es que el principio de causalidad es una conjetura. Inferimos el efecto a partir de la causa por haber experimentado en el pasado acontecimientos similares. Estas experiencias pasadas provocan en nosotros una costumbre que nos hace esperar el efecto, dada una determinada causa. La relación causal no tiene valor lógico, sino psicológico: la costumbre o el hábito. Una vez que la costumbre se ha constituido, engendra en nosotros una creencia. Esta creencia o fe nos infunde la convicción según la cual esperamos que al verificarse cierto acontecimiento, la causa, se verifique otro, el efecto. Al ser la creencia un sentimiento, la base de la causalidad deja de ser puramente racional para convertirse en emotivo-arracional.

La costumbre es, pues, gran guía de la vida humana. Tan sólo este principio hace que nuestra experiencia nos sea útil y nos obliga a esperar en el futuro una serie de acontecimientos similares a los que han aparecido en el pasado. Sin el influjo de la experiencia estaríamos en total ignorancia de toda cuestión de hecho, más allá de lo inmediatamente presente a la memoria y a los sentidos. (Op. cit.)

5.- CRÍTICA DE LA IDEA DE SUBSTANCIA

Locke había afirmado la incognoscibilidad de la substancia y Berkeley negó la existencia de la substancia material. Hume también somete a crítica, como ha hecho con la relación causal, el concepto clásico de substancia, tanto en lo que se refiere a los objetos corpóreos, como en lo referido al sujeto espiritual (yo). No existe impresión alguna correspondiente a la idea de substancia -ya sea material o espiritual-. No es una idea propiamente dicha, sino un término desprovisto de sentido y, por lo tanto, de valor cognoscitivo.

Substancia material: su afirmación se basa en el principio de causalidad: las cualidades sensibles (accidentes) necesitan un sostén; la substancia sería, entonces, la causa de sus propiedades. Al estar privado de valor lógico el principio de causalidad también está privada de tal valor toda afirmación sobre la existencia de la substancia. La relación causa-efecto, que es una asociación de ideas, no sirve legítimamente para enlazar algo de la experiencia con algo que no se da en la experiencia. La creencia en el sustrato substancial es fruto de la costumbre.

No podemos evitar el considerar que el color, el sonido, el sabor, la figura y las demás propiedades de los cuerpos son existencias que no pueden subsistir por separado, sino que exigen un sujeto en el que apoyarse, para que éste las sostenga y rija. Puesto que nunca hemos decubierto una de estas cualidades sensible sin imaginar la existencia de una substancia, la misma costumbre que nos lleva a inferir una conexión entre causa y efecto, nos hace inferir aquí que todas las cualidades dependen de una substancia desconocida. La costumbre de imaginar una dependencia posee el mismo efecto que tendría la de observarla realmente. (Tratado de la naturaleza humana)

Substancia espiritual (yo): hay una tendencia a creer que los grupos de percepciones mentales similares lo son de una identidad personal.

Tendría yo sumo placer en preguntar a esos filósofos que fundan tantos razonamientos suyos en la distinción de substancia y accidentes, e imaginan tener ideas claras de ellas, si la idea de substancia se deriva de las impresiones de sensación o de reflexión. Si nos es aportada por los sentidos, pregunto: ¿por cuál?; ¿y de qué manera? Si es percibida por los ojos, tiene que ser un color; si por los oídos, un sonido; si por el paladar, un sabor, y así de los demás sentidos. Pero nadie, creo, afirmará que la substancia es o un color o un sonido, o un sabor. Por consiguiente la idea de substancia tiene que derivarse de una impresión de reflexión, si es que existe realmente. Mas las impresiones de reflexión se resuelven en pasiones y emociones, ninguna de las cuales tiene posibilidad alguna de representar una substancia. No tenemos, por lo tanto, ninguna idea de la substancia, distinta de la de una colección de cualidades particulares, ni tenemos otro contenido o significado cuando hablamos o razonamos acerca de ella. (Tratado de la naturaleza humana)

Al igual que los objetos no son más que series de impresiones, análogamente nosotros no somos sino conjuntos o grupos de impresiones e ideas, somos una especie de teatro donde pasan y vuelven a pasar continuamente las impresiones y las ideas. Y además «no poseemos ni la más mínima noción del lugar donde se representan tales escenas, o del material del cual están hechas». Las percepciones sucesivas son las únicas que constituyen la mente. De esto se concluye que tanto la identidad del yo, como la existencia de cosas fuera de nosotros no son objeto de conocimiento, sino de creencia.

De la misma forma la idea de Dios, de la que no tenemos impresión correspondiente, sólo puede ser objeto de creencia. De ningún modo podemos probar racionalmente la existencia de Dios a partir de sus efectos. Tal demostración supondría utilizar el principio causal con valor probatorio. Como ya se ha visto no es legítimo probar la existencia de una causa que queda más allá de nuestra experiencia recurriendo a sus presuntos efectos, que si se dan en nuestra experiencia. La relación causal es una asociación de ideas, no un principio lógico que nos permita demostrar lo que queda más allá de la experiencia apoyándonos en lo que sí se nos da en ella.

6.- ESCEPTICISMO

Lo único que hay propiamente son vivencias que infunden en mí ciertas creencias fruto de la costumbre, del hábito, de la asociación de ideas. Así mis vivencias aluden a realidades fuera de mí, pero yo no encuentro en ninguna parte substancias ni cuerpos; lo único que puedo tener es creencia en el mundo exterior (tiendo a creer que ciertas vivencias o impresiones son efecto del mundo exterior).

Por ello Hume niega la existencia de problemas metafísicos y teológicos. Y, aunque no niega la ciencia, si que le reconoce un fundamento meramente psicológico: la costumbre, el hábito, la asociación de ideas.

Filosóficamente las ideas de substancia y causalidad no tienen sentido, pero si lo tiene la tendencia de la naturaleza humana a creer en ello (son necesarias para la vida). La tarea de la filosofía estriba en iluminar las ficciones en tanto que ficciones, pero no en eliminarlas. No se trata de derribar a la razón, sino de mostrar su fragilidad y evitar así todo dogmatismo, fanatismo o intolerancia.

El escéptico, por tanto, ha de mantenerse en su esfera propia y exponer las objeciones filosóficas que surgen de sus investigaciones más profundas. Aquí parece tener un amplio campo para triunfar, mientras insista fundadamente en que toda nuestra evidencia en favor de cualquier cuestión de hecho, que está allende el testimonio de los sentidos y de la memoria, se deriva totalmente de la relación causa efecto; que no tenemos más idea de esta relación que la de dos objetos que han estado frecuentemente conjuntados, que no tenemos ningún argumento para convencernos de que los objetos, que han estado en nuestra experiencia frecuentemente conjuntados, estarán asimismo en otros casos conjuntados de la misma manera, y que nada nos conduce a esta inferencia sino la costumbre o cierto instinto de nuestra naturaleza que, desde luego, puede ser difícil de resistir, pero que, como otros instintos, puede ser falaz y engañador. Mientras el escéptico insiste en estos argumentos, muestra su fuerza, o más bien su y nuestra debilidad, y parece, por lo menos por un tiempo, destruir toda seguridad y convicción. (Investigación sobre el entendimiento humano)

En cuanto al saber, sólo el conocimiento proporcionado por la matemática (relaciones de ideas) es universal y necesario. Los conocimientos referidos a cuestiones de hecho no pueden llevarse más allá de la experiencia; así el conocimiento racional de la naturaleza está privado de valor universal y necesario.

Me parece que los únicos objetos de las ciencias abstractas o de la demostración son la cantidad y el número, y que todos los intentos de extender la clase más perfecta de conocimiento más allá de estos límites son mera sofistería e ilusión (...). Todas las demás investigaciones de los hombres conciernen sólo cuestiones de hecho y existencia. Y, evidentemente, éstas no pueden demostrarse. Lo que es, puede no ser. Ninguna negación de hecho implica una contradicción. (Op. cit.)

Ni la moral ni la estética son ciencias racionales, pues son más bien objeto del sentimiento o del gusto. En cuanto a la teología o a la metafísica no proporcionan más que "conocimientos" ilusorios.

Si procediéramos a revisar las bibliotecas convencidos de estos principios, ¡qué estragos no haríamos! Si cogemos cualquier volumen de Teología o metafísica escolástica, por ejemplo, preguntemos: ¿Contiene algún razonamiento abstracto sobre la cantidad o el número? No. ¿Contiene algún razonamiento experimental acerca de cuestiones de hecho o existencia? No. Tírese entonces a las llamas, pues no puede contener más que sofistería e ilusión. (Op. cit.)

7.- ÉTICA

Hume rechaza todo intento de fundar la ética en la razón, ya que ésta es incapaz de mover al hombre: lo que le mueve es la pasión o el sentimiento. Los juicios morales no pueden ser juicios de razón, porque la razón nunca puede impulsarnos a la acción, mientras que la finalidad de los juicios morales es guiar nuestras acciones. La razón se ocupa de relaciones de ideas, como en la matemática, o de cuestiones de hecho, y en ninguno de los dos casos puede incitarnos a actuar. No nos vemos impulsados a la acción porque la situación sea tal o cual, sino sino por las perspectivas de placer o dolor que nos ofrece la situación. Y el placer o el dolor excita nuestras pasiones, no a la razón. La razón puede informar a las pasiones sobre la existencia del objeto que buscan y sobre los medios más efectivos de alcanzarlo, pero no pueden juzgarlas o criticarlas.

Dado que la sóla razón no puede nunca producir una acción o dar origen a la volición, deduzco que esta misma facultad es tan incapaz de impedir la voluntad como de disputarle la preferencia a una pasión o emoción (...). La razón es, y sólo debe ser, esclava de las pasiones, y no puede pretender otro oficio que el de servirlas y obedecerlas. (Tratado de la naturaleza humana)

Todos los filósofos que pretenden construir una ética racional y demostrativa caen en una falacia: tratar de derivar del "ser" el "deber ser" (falacia naturalista). Las conclusiones morales no pueden basarse en nada que la razón pueda establecer, y por ello es imposible que alguna verdad fáctica, de hecho, pueda proporcionar una base a la moralidad.

En todo sistema moral de que haya tenido noticia, hasta ahora, he podido siempre observar que el autor sigue durante cierto tiempo el modo de hablar ordinario, estableciendo la existencia de Dios o realizando observaciones sobre los quehaceres humanos, y, de pronto, me encuentro con la sorpresa de que en vez de las cópulas habituales de las proposiciones: es y no es, no veo ninguna proposición que no esté conectada con un debe o un no debe. Este cambio es imperceptible, pero resulta, sin embargo, de la mayor importancia. En efecto, en cuanto este debe o no debe expresa alguna nueva relación o afirmación, es necesario que ésta sea observada y explicada y que al mismo tiempo se dé razón de algo que parece absolutamente inconcebible, a saber: cómo es posible que esta nueva relación se deduzca de otras totalmente diferentes (...) estoy seguro de que una pequeña reflexión sobre esto subvertirá todos los sistemas corrientes de moralidad, haciéndonos ver que la distinción entre vicio y virtud, ni está basada meramente en relaciones de objeto, ni es percibida por la razón. (Op. cit.)

El bien y el mal, los deberes, la virtud y el vicio no son relaciones de ideas, ni tampoco cuestiones racionales de hecho. Así como las percepciones sensibles son la medida que establece el valor de todo razonamiento sobre cuestiones de hecho, son los sentimientos quienes establecen el valor de toda doctrina moral y religiosa.

Dado que las percepciones se dividen en dos clases: impresiones e ideas, esta misma división da lugar al problema con que iniciaremos nuestra presente investigación sobre la moral: ¿Distinguimos entre vicio y virtud, y juzgamos que una acción es censurable o digna de elogio, por medio de nuestras ideas o de nuestras impresiones? Con esta pregunta nos separamos inmediatamente de todos los vagos discursos y declamaciones al uso, haciendo que nos limitemos a algo preciso y exacto dentro del presente tema (...).
Por tanto, dado que la moral influye en las acciones y afecciones, se sigue que no podrá derivarse de la razón, porque la sola razón no puede tener nunca una tal influencia, como ya hemos probado. La moral suscita las pasiones y produce o impide las acciones. Pero la razón es de suyo absolutamente impotente en este caso particular. Luego las reglas de moralidad no son conclusiones de nuestra razón.
(Op. cit.)

La ética de Hume es emotivista y utilitarista: El sentimiento que descubre la virtud o el vicio es el de aprobación o desaprobación ante una determinada acción. Mientras nos limitamos a considerar el objeto (o acción), la virtud o el vicio se nos escapan. Es necesario, para tomar conciencia de ellos, dirigir la reflexión al propio interior, donde se encuentran esos sentimientos de aprobación o desaprobación, que son una forma del sentimiento básico de simpatía. Es por ello que el rasgo específico del sentimiento moral es el ser desinteresado. Lo que despierta este sentimiento es la utilidad de la acción considerada para la colectividad. Lo útil provoca nuestra aprobación, pero no lo útil particular, sino lo útil que se extiende también a los demás, lo útil público, que es aquello que contribuye a la felicidad de todos.

El curso de la argumentación nos lleva de este modo a concluir que, dado que el vicio y la virtud no pueden ser descubiertos simplemente por la razón o comparación de ideas, sólo mediante alguna impresión o sentimiento que produzcan en nosotros podremos señalar la diferencia entre ambos. Nuestras decisiones sobre la rectitud o depravación morales son evidentemente percepciones; y como todas nuestras percepciones son impresiones o ideas, la exclusión de las unas constituye un convincente argumento en favor de las otras. La moralidad es, pues, más propiamente sentida que juzgada, a pesar de que esta sensación o sentimiento sea por lo común tan débil y suave que nos inclinemos a confundirla con una idea, de acuerdo con nuestra costumbre de considerar a todas las cosas que tengan una estrecha semejanza entre sí como si fueran la misma. (Op. cit.)