FILOSOFÍA ANTIGUA:
La figura del filósofo en la antigüedad

 

En su poema, Parménides narra como el filósofo, en su búsqueda del «corazón imperturbable de la Verdad», es acogido por la diosa, que le dice: «no es un mal hado el que te ha inducido a seguir este camino, que está apartado del sendero de los hombres». El filósofo, distanciándose de las opiniones comunes de los mortales, se entrega a una búsqueda insaciable del saber. Platón lo llama el siempre insatisfecho, el poseído por Eros. Su deseo, nunca plenamente realizado, le impulsa sin fin en pos de la verdad. Una condición indispensable propone el maestro Sócrates: el reconocimiento de la ignorancia. Sólo él es capaz de despertar el deseo del verdadero conocimiento y librarnos, así, de la fuente de toda culpa: la ignorancia.

El camino por el que este deseo conduce al filósofo no es siempre el mismo. Distinto es el camino que en los orígenes de la filosofía recorren los milesios y los pitagóricos. A los milesios Aristóteles les llama "físicos", pues su mirada apunta al arché de la physis, al elemento, que más allá de la diversidad de sus manifestaciones, constituye el fundamento de la naturaleza. Los pitagóricos, sin renunciar a esta mirada sobre la naturaleza, que les llevó a descubrir la armonía matemática del cosmos, persiguieron la purificación del alma a través del conocimiento. Su filosofía se ve, así, animada por un misticismo religioso afín al orfismo.

El aristocratismo de Heráclito nos revela que el secreto de la physis, su logos, reside en el agón, en la lucha. El juego de los opuestos es la ley de la existencia y su tensión genera el perpetuo fluir de la realidad («Es imposible bañarse dos veces en el mismo río»). No es del mismo parecer Parménides, que nos advierte que no hemos de seguir a aquellos mortales ignorantes «para quienes el camino de todas las cosas marcha en direcciones opuestas». El filósofo debe apartar su pensamiento de la seducción de los sentidos y juzgar con la razón. De esta forma asentirá al único camino verdadero: el ser es uno, eterno e inmutable. La pluralidad, el devenir, la generación y corrupción son sólo meras opiniones sin verdad.

La provocación de Parménides no dejó indiferentes a los filósofos posteriores. Aceptando el principio eleático de que la unidad no puede dar lugar a la pluralidad y el devenir, los llamados Pluralistas (Empédocles, Anaxágoras y los atomistas) establecieron, en lugar de un sólo principio, una pluralidad de elementos originarios. Estos elementos, ajenos al nacer y el perecer, generan con su combinación y mezcla la multiplicidad y el devenir de los fenómenos. Empédocles consideró que los cuatro elementos originarios eran movidos por dos fuerzas ciegas (el Amor y la Discordia), mientras que para Anaxágoras era una fuerza inteligente (Noûs) la que estaba en el origen del movimiento que da lugar a la reunión y dispersión de las semillas primordiales. Frente a ellos, Demócrito afirmó el movimiento eterno de los átomos en el vacío (de aquí que se haya calificado su postura de "materialista", ya que supone que todo lo existente es corpóreo, siendo el vacío lo que posibilita su movimiento).

Con la llegada del s. V a.C. los problemas cosmológicos ceden su puesto central en las discusiones filosóficas a los problemas humanos. La diversidad de las doctrinas sobre la naturaleza y los cambios sociales, que supondrán una acentuación de la constitución democrática en Atenas, contribuirán a ello. La vida pública, gobernada desde asambleas y tribunales, exige una preparación especial a la que responderán los Sofistas. A ellos, en cuanto maestros de retórica, acudirán para prepararse la clase política y dirigente. La aparición de los sofistas conlleva también un cambio en la concepción de la figura del sabio. El sabio no es el que posee o busca la verdad, sino aquél que tiene la capacidad técnica de persuadir; es el persuasor que sabe elegir y convencer de lo que en cada situación parece lo más oportuno. La Retórica, que es el arte de la persuasión y del dominio de los hombres a través de la palabra, le ofrece esa capacidad técnica, por lo que se sitúa en la cima de los saberes. Esta concepción concuerda plenamente con el relativismo defendido por algunos de los sofistas. Cuando Protágoras decía que el hombre es la medida de todas las cosas, que no existe una opinión verdadera, sino tantas como hombres y que todas son igualmente válidas, estaba sosteniendo que el camino de la sabiduría no es el de la búsqueda de la verdad, sino el de la persuasión. Lo que importa es la capacidad de convencer a los otros de que la opinión propia es la más oportuna. Si lo llevamos a la vida social, diríamos que las leyes son una simple convención humana fruto de la opinión mayoritaria (variable según las épocas, los lugares y los intereses), y que, por lo tanto, no interesa buscar su fundamento en la physis, sino lograr un acuerdo entre los ciudadanos; y es aquí donde el persuasor tiene su lugar propio, pues él es el que está capacitado para convertir su opinión en mayoritaria.

Todos estos caminos abiertos por los filósofos encuentran respuesta en las doctrinas de Platón y Aristóteles. Sócrates, maestro de maestros, señaló la dirección que iban a tomar estas doctrinas. Aunque, como los sofistas, dejó de lado las cuestiones cosmológicas y se centró en el tema ético y político, se opuso con toda claridad a su relativismo y a su concepción del sabio. La búsqueda racional de la verdad, nacida del reconocimiento de la ignorancia, es condición necesaria para alcanzar la virtud. Nadie actúa mal voluntariamente, toda culpa proviene de la ignorancia; cuando los hombres se hacen conscientes, se convierten también en virtuosos. El diálogo que Sócrates practicó con sus conciudadanos tenía como objetivo purificar sus mentes del error, causa de todo mal. La función del maestro es, entonces, conducir por medio de la ironía al reconocimiento de la ignorancia y, a partir de ahí, iniciar un diálogo (dialéctica) que lleve a dar a luz (mayeútica) las ideas que subyacen en el fondo de la razón humana.

Nietzsche, que atribuyó a Sócrates el inicio de la decadencia griega al haber puesto la razón contra el instinto, afirmará que la ecuación socrática de razón = virtud = felicidad es la ecuación más extravagante que existe.

Platón continuó la línea de su maestro Sócrates, pero fue más allá de él con su teoría de las Ideas eternas y permanentes. En esta teoría encuentra un baremo universal y obligatorio para el pensar y el actuar, que supone una negación del relativismo sofista y de la afirmación heracliteana de que todo fluye y nada permanece. Su concepción del filósofo está marcada por esta aspiración constante a ese mundo inteligible de realidades eternas e inmutables. Como recoge en su famoso mito de la caverna, el filósofo es aquel prisionero que, liberándose de las cadenas de lo sensible, se pone en camino hacia la verdadera realidad de carácter inteligible. En este ascenso, que deja atrás las sombras de las apariencias, el filósofo se ve impulsado por el deseo de Bien y de Belleza, es decir, por Eros, por la tendencia que conduce al hombre hacia lo que le perfecciona. El trayecto hacia lo inteligible es un camino de conocimiento racional, pero que supone también un camino de purificación y de virtud. Bajo el dominio de la razón, el filósofo se libera del influjo de lo corporal y sensible, de sus tendencias irracionales que le dificultan el acceso a la Verdad y al Bien.

Vemos, pues, como al igual que en Sócrates, en la figura del filósofo se unen la virtud y la sabiduría. El ascenso de lo mudable a lo permanente, de lo sensible a lo inteligible, de la opinión a la ciencia no se realiza a través de la experiencia sensible, sino como un diálogo del alma consigo misma. Es en ella donde la verdad habita en olvido, por lo que el conocimiento se convierte en un proceso de reminiscencia. Este proceso se ve dificultado por la injerencia de lo sensible y de las tendencias nacidas de esta sensibilidad (apetitos). El filósofo, como ya establecieron los pitagóricos, debe purificar su alma de esta influencia negativa y concentrarse en lo que la razón (noûs) por sí misma le comunique. De aquí que también la filosofía sea una preparación para la muerte, pues ella trae consigo lo que el filósofo busca en vida: liberarse de la cárcel del cuerpo.

La concepción subyacente del alma (psyché) y de su inmortalidad proviene también de esa tradición órfico-pitagórica.
Todo este camino que caracteriza al filósofo tiene además una vertiente social y política. Ya en el mito de la caverna, el prisionero que ha logrado liberarse de la oscuridad y ascender a la realidad iluminada por el Sol (Idea de Bien), debe responsabilizarse de conducir a los otros hacia esa misma liberación. Igual que una nave debe ser conducida por el que tiene los conocimientos pertinentes, el Estado debe ser gobernado por los mejores (aristocracia), por aquellos que han logrado el conocimiento de la Verdad y el Bien, es decir, por los filósofos. Así en el Estado Ideal, igual que en el filósofo, la justicia se alcanza cuando la armonía rige entre las diferentes partes del organismo, cuando cada una de ellas realiza de forma adecuada su función propia. A la razón le corresponde gobernar con sabiduría, a la voluntad (guerreros) defender con valentía este gobierno, y a los apetitos o tendencias irracionales (productores de bienes) moderarse y dejarse gobernar por la razón.

En su discípulo Aristóteles encontramos también este ideal de dominio de la razón sobre todos nuestros impulsos no racionales. Lo que caracteriza al filósofo es esta aspiración a vivir según lo que de más excelente hay en nosotros, la razón (noûs). Tanto las virtudes éticas, que sitúan lo racional y virtuoso en el término medio entre dos extremos irracionales, como las dianoéticas tienen por objetivo llevar a buen puerto la función propia del hombre: la actividad racional. Este es el camino para alcanzar la felicidad, que es la aspiración última de todo hombre.

Lo que diferencia a Aristóteles de su maestro es el intento de arraigar este ideal en la vida cotidiana, desligando en cierto grado los fines científicos de los éticos. Esta atención a la vida cotidiana se refleja también en la mayor importancia que Aristóteles concede a la experiencia sensible y a su influencia. Su concepción de la filosofía prescinde de muchas de las influencias órfico-pitagóricas que marcaban a su maestro. Al renunciar a la existencia separada de un mundo de Ideas o Formas eternas, concede una importancia mayor, como base del conocimiento, a la experiencia sensible. Y, en consecuencia, se aparta de la concepción platónica del cuerpo como prisión y obstáculo. El filósofo sigue siendo aquél entregado a la búsqueda racional de la verdad, pero ahora es consciente de que en las ciencias prácticas (ética y política) no se puede exigir el mismo grado de certeza que en las teóricas (lógica, metafísica, física, psicología, etc.). Además el camino que ahora recorre se detiene en este mundo, buscando, eso sí, lo que permanece más allá de todo cambio.

Si bien para Aristóteles el hombre es por naturaleza un animal político (posee una inclinación natural hacia la comunidad), no aparece la cosa tan clara en las escuelas filosóficas del período helenístico (323 a 146 a.C.). La perdida de hegemonía de las polis griegas (ciudades-estado), desgajó al individuo de su natural pertenencia a una comunidad política. Tanto el epicureísmo, como el estoicismo y el escepticismo propusieron un ideal de sabio que, alejado de las vicisitudes del mundo, busca la felicidad en sí mismo. Replegado sobre sí mismo, el sabio busca una seguridad independiente del tiempo y del lugar. En las tres escuelas, sin renunciar al estudio puramente especulativo, prevalece el interés práctico. Así el estoicismo divide la filosofía en lógica física y ética, siendo esta última la que tiene un papel protagonista. La relación entre el macrocosmos, gobernado por el Logos como principio activo del Universo, y el microcosmos, el hombre -en el que también gobierna el logos-, lleva al estoicismo a defender como ideal el sometimiento de la voluntad al orden necesario que rige el universo. De aquí que el sabio deba vivir según la razón, logrando la plena ausencia de pasiones (apatía).

Esta prioridad de lo práctico sobre lo especulativo aparece más acentuada en el epicureísmo. Epicuro entiende la filosofía como una medicina que libera al alma de su enfermedad propia: el temor. El miedo a la muerte, el temor a los dioses y al destino, el ansia de placeres y el pesar por el dolor impiden que el hombre alcance la serenidad del alma (ataraxia) que proporciona la felicidad. Estas inquietudes tienen su origen en falsas opiniones que la filosofía se encarga de disipar (la filosofía epicúrea ofrece un tetrafármacon). Apoyándose en la doctrina atomista, Epicuro establece una visión de la naturaleza en la que la muerte y la presencia de los dioses deja de ser motivo de inquietud. Su propuesta de vida hedonista hace el resto. Tomando como criterio las sensaciones, establece que el bien reside en el placer y el mal en el dolor. Pero el sabio debe saber escoger con prudencia los placeres fáciles de obtener y que no obstaculicen la serenidad (aquellos que satisfacen las necesidades naturales del hombre), pues el verdadero placer reside en la ausencia de dolor en el cuerpo y de inquietud en el alma. Asimismo, el sabio no debe rehuir el dolor cuando este comporta un placer futuro mayor.

Su propuesta no es, pues, la de una vida disoluta: no son las juergas, ni los banquetes los que hacen dulce la vida, «sino el cálculo juicioso que investiga los motivos de cada elección o rechazo y elimina las opiniones por las cuales una fuerte agitación se apodera de las almas».
En este sentido, Epicuro piensa que la filosofía tiene por objetivo el aprender a vivir, y no el prepararse para la muerte. La vida es el verdadero bien y para mantenerla basta con muy poco y este poco se halla a disposición de cada hombre. La felicidad debe ponerse al alcance de todos y, por ello, no debe depender ni de la fortuna, ni de las cosas externas a nosotros. La autosuficiencia (autarquía) es también uno de los rasgos característicos del sabio epicúreo.

El desarrollo posterior de la filosofía no trajo consigo ningún cambio sustancial hasta la llegada del cristianismo. Al margen de éste, Plotino, en el s. III d.C., elabora la última gran doctrina filosófica propiamente griega. Su sistema neoplatónico acentúa el carácter negativo de la materia y el proceso de purificación al que debe someterse el filósofo. Para alcanzar su plena identificación con el principio divino (lo Uno), el hombre debe despojarse de todo: de las pasiones, de lo corporal y, en último término, también de la razón y el conocimiento, pues lo Uno está más allá de todo conocimiento humano.

Con el triunfo del cristianismo, la filosofía se ve enfrentada a otro camino distinto para encontrar la verdad. El filósofo busca la verdad, pero es precisamente la fe la que ofrece esa verdad a través de la revelación de Dios. La solución a la que se llegó consistió en apropiarse de lo que de verdadero, a los ojos de la revelación cristiana, se hallaba en los antiguos filósofos. Agustín de Hipona (354-430), la personalidad más influyente del pensamiento cristiano, sostiene un concepto unitario de filosofía y religión: «la verdadera filosofía es la verdadera religión, y a la vez la verdadera religión es la verdadera filosofía». En esta línea incorporó a su doctrina cristiana una gran proporción de elementos provenientes de la tradición platónica.
La figura del filósofo no puede separarse ya de la del teólogo, hasta el punto de que se habla de la filosofía como esclava de la teología. Aún en la concepción unitaria de filosofía y religión, la fe tiene precedencia. El objetivo es alcanzar la inteligencia de lo que la fe proporciona. La razón prepara el camino a la fe, demostrando que es legítimo creer sus verdades, e intenta la inteligencia del contenido de esa fe. Es lo que San Anselmo llamará «la fe en busca de inteligencia».