FILOSOFÍA
MODERNA: |
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Frente a esta actitud, la filosofía antigua y medieval, en líneas generales, se mantenía en una postura realista: en términos aristotélicos diríamos que la realidad está formada por substancias, siendo el sujeto una de ellas; este sujeto, dotado de un intelecto activo, está en condiciones de penetrar y conocer la realidad en su esencia (ya Parménides se había referido a esta íntima relación entre ser y pensar). Al final de la Edad Media, con la crisis de los sistemas escolásticos, sobre todo del tomista, propiciada por el voluntarismo de Duns Scoto y sus consecuencias nominalistas en G. de Ockham, esta postura clásica se invierte. El intelecto, ahora pasivo frente a una voluntad activa, es visto al modo "especular". El pensamiento no penetra la realidad, sino que la "representa". A partir de aquí está abierta la puerta a la duda: ¿las representaciones del pensamiento -ideas- se adecuan a la realidad? Sólo de una cosa podemos estar seguros de forma inmediata: de la realidad de nuestro propio pensamiento. Comienza la Edad Moderna, la filosofía de la subjetividad. Por ello, aunque Descartes recoja algunos elementos de la tradición agustiniana -también San Agustín había señalado que el que duda no puede dudar que existe y piensa-, la actitud de la que parte es completamente distinta y supone inaugurar una nueva tradición, en la que se establece el "yo pienso" como la realidad inmediatamente accesible a nuestro conocimiento. ¿Cómo salir desde este cogito a la "realidad"? Racionalismo y empirismo optan por caminos diferentes (aunque es común su punto de partida). El empirismo considera que la experiencia, tanto la interna como la externa, es el único puente válido; los conocimientos deben ser llevados a la experiencia, y por ello su teoría del conocimiento se convierte en una cuestión psicológica: ¿cómo se forman nuestras ideas, cuál es su origen? El racionalismo
concede a la razón, al margen de la experiencia, ese derecho, siguiendo
el método científico ya iniciado por Galileo. La experiencia
ejerce la labor de contrastación, pero antes la razón es
quien opera.
El método cartesiano, inspirado en la matemática, exige no aceptar como verdadero sino lo que se presente con evidencia (claridad y distinción) a la razón. Para hallar un punto de partida evidente, a partir del cual deducir otras verdades, Descartes plantea una duda metódica (radicalizada con la hipótesis del genio maligno o dios engañador). Hemos visto como el yo pienso se erige en esa primera verdad que escapa a la duda. Ahora bien, aunque el cogito escapa a la duda, ésta afecta a la verdad de nuestras ideas, de nuestros conocimientos. La experiencia sensible no es para él un camino fiable. Será, por el contrario, apoyándonos en las ideas innatas y tomando como criterio de verdad la evidencia racional, como podremos hallar lo que de verdadero contienen nuestras ideas. La demostración de la existencia de Dios, a partir de la idea innata de infinitud y perfección, abre un puente de acceso a la realidad y, por tanto, a la verdad. Dios, en tanto que substancia infinita y perfecta, no puede engañarnos, pues el engaño es signo de impotencia e imperfección. Ahora bien, Dios no garantiza la verdad de todos nuestros conocimientos, sino sólo la de aquellos claros y distintos. Es precisamente cuando la voluntad no se atiene a los límites de lo que el entendimiento concibe con claridad y distinción, cuando podemos caer en el error. En el análisis expuesto, Descartes ha establecido que es indudable que existe el sujeto pensante -res cogitans o substancia pensante- y que existe Dios -substancia infinita-, ¿pero qué hay del mundo de los cuerpos? Tampoco en esto nos puede engañar Dios -ya que tenemos una fuerte tendencia a creer en su existencia-, sin embargo de ese mundo sólo conocemos con evidencia un atributo: la extensión. El mundo corpóreo es reducido a res extensa, a substancia extensa: los cuerpos son materia -en movimiento- que ocupa un espacio. La visión mecanicista de la naturaleza, que de aquí se deriva, legitima la importancia concedida a la matemática (y por tanto a lo cuantificable) en la nueva ciencia nacida con Kepler y Galileo. La ciencia debe recoger sólo aquellas propiedades mensurables de la naturaleza y, por ello, la matemática pasa a ser el lenguaje indispensable para leerla. Éste, con las
variantes propias de cada pensador, es el camino característico
de la corriente racionalista, que tendrá en Spinoza y Leibniz sus
más destacados continuadores.
Aquí es donde
hemos de situar el planteamiento de Hume.
La cuestión del fundamento y la validez de nuestros conocimientos
se apoya en él en la distinción entre impresiones e ideas.
Las impresiones son las percepciones originarias, caracterizadas
por la fuerza e intensidad con la que se presentan a la mente, mientras
que las ideas son derivadas de éstas. Si queremos averiguar
el valor de una supuesta idea tenemos que indagar si posee en su origen
una impresión correspondiente.
Habrá que aplicar, entonces, el criterio empirista anterior a la idea de causa y efecto (indagar si hay una impresión correspondiente), teniendo en cuenta que esta idea implica una conexión necesaria entre ambos. Ni la experiencia interna ni la externa nos proporcionan ninguna impresión del nexo causal, de lo único que tenemos experiencia es de la sucesión de dos fenómenos. Así si acudimos al movimiento de dos bolas de billar, sólo tenemos impresión de dos movimientos distintos y sucesivos, pero no del poder por el que el movimiento de la bola A provoca el movimiento de la bola B. Es nuestra experiencia pasada la que nos permite anticipar el efecto. Extendemos nuestra experiencia pasada a casos semejantes: como hasta ahora ha sido así, seguirá siendo así (razonamiento inductivo). Pero este uso de nuestra experiencia pasada se apoya únicamente en la creencia en la regularidad de la naturaleza, y esta creencia no se apoya sino en la propia experiencia pasada. La circularidad de este razonamiento elimina cualquier posibilidad de fundamento lógico, racional. Tan sólo el hábito o la costumbre de ver que a A le sigue siempre B, nos permite llamarle a uno causa y al otro efecto. Es esta costumbre la que genera en nosotros la creencia de que puesta la causa se dará el efecto. He aquí, pues, que la inducción y los conocimientos que se apoyan en ella (cuestiones de hecho), sólo tienen un fundamento precario, puramente psicológico. Por ello afirma Hume que no es la razón, sino la costumbre la gran guía de la vida humana. Las consecuencias de este examen le permiten a Hume mostrar la debilidad de las construcciones de la razón y la pertinencia de un escepticismo no dogmático. Al ser una simple asociación de ideas fruto de la costumbre, la relación causa-efecto no tiene valor demostrativo. Con ella asociamos ideas, pero no podemos pretender utilizarla para saltar por encima de nuestra propia experiencia. Ni la metafísica dogmática, ni la teología pueden ser ciencias. Además, el concepto fundamental en el que éstas se apoyan, el de substancia, no tiene validez, pues carece de una impresión correspondiente de la que pueda haberse derivado. En cuanto a las ciencias empíricas, que tratan sobre lo existente y no van más allá de nuestra experiencia, no pueden tener valor universal y necesario. Éste es exclusivo de los conocimientos de tipo matemático, que tratan sólo sobre puras ideas. En definitiva, el valor de nuestros conocimientos relativos a hechos es francamente precario, pues su verdad, en último término, sólo puede ser objeto de creencia, no de demostración. Las conclusiones escépticas
de Hume las podemos apreciar con más claridad si lo comparamos
con Descartes. Éste recurría a la veracidad divina para
garantizar la verdad de nuestras ideas claras y distintas, la correspondencia
entre pensamiento y realidad. Hume no acepta este recurso: «Recurrir
a la veracidad del Ser Supremo para demostrar la veracidad de nuestros
sentidos es, desde luego, dar un rodeo muy inesperado». La conexión
entre los contenidos de nuestra mente y los objetos no puede ser demostrada
racionalmente, es sólo una suposición, una creencia. Hemos
de aceptar que de lo único que disponemos en nuestro conocimiento
de la realidad es de vivencias o percepciones mentales. El que algunas
de ellas sean efecto de una realidad exterior no es más que una
creencia.
Aunque Kant reconoce la existencia de la "cosa en sí" (nóumeno), no admite la posibilidad de su conocimiento; sólo podemos conocer la realidad tal como se aparece al sujeto (fenómeno), no tal como es en sí misma: «nos son dadas cosas como objetos de nuestros sentidos y existentes fuera de nosotros, pero no sabemos nada de lo que puedan ser en ellas mismas; nosotros no conocemos más que los fenómenos, es decir, las representaciones que producen en nosotros al afectar nuestros sentidos». En esta línea hay que entender la llamada "revolución copernicana" que Kant lleva a cabo: no es el sujeto que conoce el que se adapta a las condiciones del objeto, es el objeto el que se adapta a las condiciones que le impone el sujeto. El conocimiento no es una mera receptividad, sino que está determinado por unas estructuras a priori del sujeto (independientes de la experiencia). El conocimiento es así una composición de lo que recibimos de la experiencia y de la forma en que dicha experiencia es recibida (determinada por las estructuras a priori del sujeto). Vemos, pues, que Kant acepta la tesis empirista que afirma la necesidad de la experiencia como fuente de conocimiento, pero no comparte el escepticismo de Hume (la validez de la ciencia newtoniana es un hecho innegable). Por ello, sostiene la necesidad de ciertos elementos a priori que configuran los datos recibidos por la experiencia: «si bien todo nuestro conocimiento comienza con la experiencia, esto no prueba que se derive todo él de la experiencia». El sistema kantiano (idealismo trascendental) consiste en el análisis de estas condiciones a priori del conocimiento universal y necesario de la experiencia. Esta doble composición
del conocimiento es la que, por un lado, garantiza el valor universal
y necesario de la ciencia, y, por el otro, limita su alcance. La crítica
kantiana supone, entonces, una limitación del pensamiento. Más
allá de toda experiencia posible no hay conocimiento. La ciencia
tiene por objeto la realidad fenoménica, es decir, la realidad
tal como se la representa el sujeto. La metafísica, en cuanto
pretende conocer la realidad tal como es en sí misma, en cuanto
tiene por objeto el conocimiento de lo absoluto (Dios, Alma y Mundo),
no tiene validez como ciencia, pues supondría trascender los límites
de la experiencia.
Después de todo lo dicho, no cabe duda de que la característica fundamental de la filosofía moderna es el tomar como punto de partida el sujeto, el afirmar que lo primero conocido es el propio pensamiento. Cómo salir de ese sujeto pensante hacia la realidad constituye la cuestión fundamental de estos filósofos. Y esa salida pasa en ellos necesariamente por la pregunta por la validez de los conocimientos del sujeto. Este camino conduce finalmente a la tesis kantiana que afirma que la realidad conocida es la realidad pensada, que la ciencia no tiene por objeto sino la realidad tal y como se manifiesta al sujeto, no la realidad en sí misma. |
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